Vida de santidad[1].
Nació en Fontiveros, provincia de Ávila (España), hacia el
año 1542. Pasados algunos años en la Orden de los carmelitas, fue, a instancias
de santa Teresa de Ávila, el primero que, a partir de 1568, se declaró a favor
de su reforma, por la que soportó innumerables sufrimientos y trabajos. Murió
en Úbeda el año 1591, con gran fama de santidad y sabiduría, de las que dan
testimonio precioso sus escritos espirituales.
Mensaje de santidad.[2]
San Juan de la Cruz era un santo místico, lo cual significa que,
por la gracia de Dios, recibía una luz especial en relación a los misterios de
la fe, que no la tenían quienes no poseían esa gracia. En otras palabras, la
gracia lo hacía contemplar los misterios de la vida de Cristo tal como los ve
Dios, lo cual resulta incomprensible a los hombres. Esta incomprensión se
derivó en una persecución al santo, no desde fuera de la Iglesia, sino desde
dentro mismo de la Iglesia y esa persecución fue la causa de que el santo fuera
encerrado en una celda y que sufriera malos tratos, incluidos el frío, el
hambre, la soledad, las amenazas y hasta los golpes físicos. El santo fue
encerrado en una celda que tenía unos tres metros de largo por dos de ancho y la
única ventana era tan pequeña y estaba tan alta, que el santo, para leer e1
oficio, tenía que ponerse de pie sobre un banquillo. Por orden de Jerónimo
Tostado, vicario general de los carmelitas de España y consultor de la
Inquisición, se le golpeó tan brutalmente, que conservó las cicatrices hasta la
muerte. Lo que sufrió entonces San Juan coincide exactamente con las penas que
describe Santa Teresa en la “Sexta Morada”: insultos, calumnias, dolores
físicos, angustia espiritual y tentaciones de ceder. Por esta razón, tiempo
después, el santo dijo: “No os extrañe que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me
dio una idea de su gran valor cuando estuve preso en Toledo”. Los primeros
poemas de San Juan que son como una voz que clama en el desierto, reflejan su
estado de ánimo: “En dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido. Como
el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido”. En la
víspera de la Asunción, el prior Maldonado entró en aquella celda que despedía
un olor pestilente bajo el tórrido calor del verano y le dio un puntapié al
santo, que se hallaba recostado, para anunciarle su visita. San Juan le pidió
perdón, pues la debilidad le había impedido levantarse en cuanto lo vio entrar.
“Parecíais absorto. ¿En qué pensabais?”, le dijo Maldonado. “Pensaba yo en que
mañana es fiesta de Nuestra Señora y sería una gran felicidad poder celebrar la
misa”, replicó Juan. “No lo haréis mientras yo sea superior”, repuso Maldonado.
En la noche del día de la Asunción, la Santísima Virgen se apareció a su
afligido siervo, y le dijo: 2Sé paciente, hijo mío; pronto terminará esta
Prueba”.
Algunos
días más tarde se le apareció de nuevo y le mostró, en visión, una ventana que
daba sobre el Tajo: “Por ahí saldrás y yo te ayudaré”. En efecto, a los nueve
meses de prisión, se concedió al santo la gracia de hacer unos minutos de
ejercicio. Juan recorrió el edificio en busca de la ventana que había visto. En
cuanto la hubo reconocido, volvió a su celda. Para entonces ya había comenzado
a aflojar las bisagras de la puerta. Esa misma noche consiguió abrir la puerta
y se descolgó por una cuerda que había fabricado con sábanas y vestidos. Los
dos frailes que dormían cerca de la ventana no le vieron. Como la cuerda era
demasiado corta, San Juan tuvo que dejarse caer a lo largo de la muralla hasta
la orilla del río, aunque felizmente no se hizo daño. Inmediatamente, siguió a
un perro que se metió en un patio. En esa forma consiguió escapar. Dadas las
circunstancias, su fuga fue un milagro.
Esta
experiencia de sufrimiento, incomprensión, calumnias, persecución injusta, que
sufrió San Juan de la Cruz, nos enseña que, por un lado, el santo no permitió
que todas estas cosas malas lo apartaran del Amor de Cristo, puesto que siempre
se mantuvo fiel a la verdadera fe católica; por otro lado, nos enseña que el
seguimiento de Cristo implica todo esto -sufrimiento, incomprensión, calumnias,
persecución injusta- porque todo esto lo sufrió Cristo y si un discípulo quiere
seguir a su maestro, en este caso Cristo, debe estar dispuesto a seguirlo
incluso hasta la muerte de cruz, porque Cristo murió en la cruz. San Juan nos
enseña que en el seguimiento de Cristo está implícita la muerte de cruz, porque
solo por la muerte en la cruz –física y espiritualmente hablando- se puede
llegar al Reino de Dios.
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