Vida
de santidad[1].
Catalina nació en Siena, Italia, el 25 de marzo de 1347 y
era la vigésimo cuarta hija de Santiago y Lapa Benincasa. A los quince años
entró a la Tercera Orden de Santo Domingo, comenzando una vida de penitencia
muy rigurosa. A los diecinueve años de edad celebró su matrimonio místico con
Cristo. Nuestro Señor se le apareció y le dijo: “Ya que por amor a Mi has
renunciado a todos los gozos terrenales y deseas gozarte solo en Mí, he
resuelto solemnemente celebrar Mi esposorio contigo y tomarte como mi esposa en
la fe”. Entonces Jesús puso un anillo de oro en el dedo de Catalina, y dijo: “Yo,
tu creador y Salvador, te acepto como esposa y te concedo una fe firme que
nunca fallará. Nada temas. Te he puesto el escudo de la fe y prevalecerás sobre
todos tus enemigos”[2].
Mensaje de santidad.
Existen varios episodios de la vida de Santa Catalina que
nos dejan, cada uno de ellos, un gran mensaje de santidad. Por ejemplo, al
Papa, a quien ella llamaba con el nombre de “dulce Cristo en la tierra”, le
reprochaba la poca valentía y lo invitaba a dejar Aviñón y regresar a Roma, con
estas palabras: “¡Ánimo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que
temblar”. Por estas valientes y decisivas palabras, dirigidas al Vicario de
Cristo, es que el Papa regresó a Roma y así puso fin a la crisis que se había
desatado en la Iglesia. Esto nos enseña, por un lado, que aun el Papa necesita
consejos y mucho más como en este caso, que provienen del cielo, aunque son
transmitidos por un instrumento humano; por otro lado, nos enseña que los
enemigos de la Iglesia, que están dentro de Ella y quieren destruirla a toda
costa, son también nuestros enemigos y debemos actuar en consecuencia, como lo
hizo Santa Catalina, obrando por la oración y la acción, en este caso, dando el
consejo espiritual al Santo Padre.
En
otra ocasión, a un joven condenado a muerte y a quien ella había acompañado
hasta el patíbulo, le dijo en el último instante: “¡A las bodas, dulce hermano
mío, que pronto estarás en la vida duradera!”. Con estas palabras, la santa
evidencia la gran verdad de nuestra fe católica, que es creer en la vida
eterna, la cual comienza una vez atravesado el umbral de la muerte terrena,
aunque por supuesto que, para llegar a esta vida eterna, se debe creer en
Cristo como Dios Hijo encarnado y estar en estado de gracia en el momento de la
muerte. Otro mensaje de santidad, por último, proviene de su condición de religiosa,
como consagrada a Dios: Nuestro Señor se le apareció en la celda y le ofreció
dos coronas, una de oro y otra de espinas, invitándola a elegir la que
quisiera. La santa respondió: “Yo deseo, oh Señor, vivir aquí siempre
conformada a tu pasión y a tu dolor, encontrando en el dolor y el sufrimiento
mi respuesta y deleite”. Entonces, Santa Catalina eligió la corona de espinas y
con decisión la tomó y la presionó con fuerza sobre su cabeza[3]. Esto
nos enseña que también nosotros, aunque no se nos aparezca Jesús ofreciéndonos
una corona de oro y otra de espinas, debemos elegir llevar la corona de
espinas, aunque sea espiritual y moralmente: si Él está en la Cruz coronado de
espinas, nosotros no podemos, en esta vida, llevar una corona de oro. En la
otra vida, si morimos en gracia, Dios nos concederá la corona de gloria,
infinitamente más valiosa que la corona de oro, pero mientras vivamos en esta
vida terrena, debemos elegir, como Santa Catalina de Siena, la corona de
espinas, para así vivir continuamente unidos a Cristo crucificado.
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