El trabajo dignifica al hombre, ya que es un mandato divino
en el Génesis: “Ganarás el pan de cada día con el sudor de tu frente”. Dios
mismo da el ejemplo, pues Él “trabaja” –es un antropormorfismo, una manera de
adecuar el hecho a la capacidad de interpretación del hombre- cuando Él crea el
mundo, pues la Sagrada Escritura dice que “Dios creó el mundo y al séptimo día
descansó” y el descanso viene luego de, obviamente, una ardua jornada de
trabajo.
Ahora bien, el trabajo ha sido, más que dignificado,
santificado por el Hombre-Dios Jesucristo, pues siendo Él Dios en Persona, la
Segunda de la Trinidad, quiso encarnarse en una humanidad, la humanidad
santísima de Jesús de Nazareth y quiso, a través de esa humanidad, trabajar y
como todo lo que Dios hace es santo, santificó el trabajo. Es decir, a partir
de Cristo, el trabajo humano se convierte –siempre ofrecido a Dios como un
sacrificio por medio de Jesucristo- en un medio de santificación del alma y un
medio para alcanzar, meritoriamente, el Reino de los cielos. El hombre que trabaja
imita, por un lado, a Dios Padre, quien “trabajó” en la Creación del universo
visible e invisible; por otro lado, imita al Hombre-Dios Jesucristo, quien por
la Encarnación, debió trabajar para ganar el sustento diario para su familia,
ayudando a San José en su labor de carpintería.
El trabajo, además de ser una virtud, porque con él se
cumple el mandato divino de ganar el pan con el sudor de la frente, es también
un medio de santificación del alma, pues cuando el trabajo –bien hecho, con la
mayor perfección posible, porque no se puede ofrecer a Dios un trabajo hecho
con mala gana-, se convierte en un camino para ganar, con méritos, el Reino de
los cielos. Trabajar, para el cristiano, tiene una profunda connotación
religiosa, pues une al alma a Dios Padre y a Dios Hijo y también a Dios Espíritu
Santo, porque esta unión es realizada por el Espíritu Santo, el Espíritu del
Amor del Padre y del Hijo.
Quien no trabaja –no porque no puede, ya que hay gente
verdaderamente impedida de trabajar-, se aleja de la Trinidad, comete el pecado
capital de la pereza y se acerca e imita al Padre de la pereza, el Demonio,
quien en su odio contra Dios y el hombre, incita a éste último a no trabajar,
para que precisamente no se parezca a Dios en su trabajo y no gane el Cielo con
su trabajo. El perezoso, el que pretende ganar dinero sin trabajar, a costa del
trabajo de los demás, no solo es una carga social, pues toda la sociedad debe
aportar, forzadamente, para su manutención, sino que además se convierte en un
agente de Satanás en el mundo y en un reclutador de futuros habitantes del
Infierno, puesto que la pereza es un pecado capital y quien muere en pecado
capital, se condena. Por esta razón, no da, absolutamente, lo mismo, trabajar que
no trabajar: quien trabaja configura su alma a Dios Trino, posee en su corazón
a Dios Hijo y hace méritos para ganar el Cielo; quien no trabaja, configura su
alma al Perezoso por antonomasia, el Demonio, expulsa de su corazón a Dios Trino
y entroniza al Demonio y se hace acreedor de un lugar fijo en el Infierno. Puede
suceder, en algunos casos excepcionales, y por corto plazo de tiempo, que una
familia necesite ayuda extra del Estado y de organizaciones no gubernamentales
para poder subsistir durante un tiempo; pero si esta ayuda económica se
prolonga de generación en generación, de manera que en una familia se dan tres,
cuatro o cinco generaciones que no trabajan porque reciben subsidios del
Estado, entonces en ese caso hay un deliberado deseo de no trabajar, de vivir
sin trabajar, de vivir del dinero y el esfuerzo de los demás –lo cual, además
de la pereza, le agrega el pecado del robo- y eso constituye un círculo vicioso
que ningún cristiano, que se llame cristiano católico, puede permitirle, por el
honor de su condición de católico y de hijo de Dios. El hijo de Dios debe
desear parecerse a su Padre adoptivo, Dios Padre y al Hijo de Dios, Cristo
Jesús, para ganar el pan con el sudor de su frente, para dignificarse a él y a
su familia y para así ganar el Cielo. En este sentido, un ejemplo insuperable
de trabajador infatigable, que vivió siempre con lo justo, pero sin que nunca
le faltara nada para su familia, la Sagrada Familia de Nazareth, es San José, quien
como padre adoptivo de Jesús y como esposo meramente legal de María Santísima,
trabajó incansablemente para lograr el sustento de la Sagrada Familia. Según la
Tradición, San José trabajó hasta el día de su muerte, pues fue en ocasión de
acudir a un pueblo cercano, en medio de una tormenta de nieve, para cumplir un
encargo de carpintería, lo que lo enfermó gravemente de neumonía, llevándolo a
morir por esta enfermedad, en brazos de Jesús y María.
No nos dejemos llevar por organizaciones anti-cristianas,
como el socialismo, el comunismo ateo, el laicismo, que exaltan al trabajador
pero solo para usarlo como propaganda para sus fines políticos, pues no desean
la prosperidad del trabajador, sino su esclavización y el uso inhumano de su
trabajo en beneficio propio y en cambio, imitemos a San José, Patrono de los
trabajadores, para que con nuestro trabajo diario, hecho de cara a Dios y
ofrecido a Él como sacrificio en Cristo Jesús, nos ganemos dos cosas: el pan de
cada día y el Reino de los cielos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario