Como homenaje a este gran santo, haremos una breve reflexión
sobre una de sus homilías[1].
Para el día de la Epifanía, San Bernardo contempla al Niño
del Pesebre, el Niño Dios, y escribe así: “Ha aparecido la bondad de Dios,
nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho
abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este
destierro, de esta miseria”. El Niño del Pesebre, el Niño Dios, es la Bondad
Increada, que “ha aparecido” en nuestra tierra, para consolarnos en medio del
destierro.
Para San Bernardo, la Bondad de Dios, que se materializa en
la Humanidad Santísima del Niño de Belén, ya existía desde la eternidad, puesto
que ese Niño es en realidad no un niño humano, sino la Segunda Persona de la
Trinidad, encarnada en una naturaleza humana: “Antes de que apareciese la
humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta
ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna”.
Ahora
bien, esta Bondad Increada de Dios, dice San Bernardo, estaba “prometida” a los
hombres, pero como Dios es por naturaleza invisible, no podía ser vista y por
esta razón, muchos no creían en ella: “¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa,
iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver;
por lo que muchos no creían en ella”.
Esta
Bondad de Dios, que también es Paz Increada en Sí misma, fue anunciada por
medio de los profetas, pero una vez más, el creer en ella era difícil para el
hombre, a pesar del anuncio de los profetas, porque los hombres, a causa del
pecado original, en vez de paz en sus almas, experimentaban la aflicción y la
angustia: “Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
por lo profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero
¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba
la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: “Paz, paz”, y no hay paz? A causa
de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién
creyó nuestro anuncio?”.
Pero
desde la Encarnación, dirá San Bernardo, la Bondad de Dios y la Paz de Dios,
encarnadas en el Niño de Belén, tendrán que ser creídas por los hombres, porque
las verán con sus propios ojos, al contemplar al Niño de Belén: “Pero ahora los
hombres tendrán que creer a sus propios ojos, y que los testimonios de Dios se
han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada puede
dejar de verlo, puso su tienda al sol”.
Con
la Encarnación del Hijo de Dios, la paz de Dios ya no es simplemente anunciada,
sino que es enviada a los hombres, en la Persona del Hijo de Dios: “Pero de lo
que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la
dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino
de su presencia”.
En
ese Niño se contiene toda la Misericordia Divina, la cual es derramada en su
totalidad en la Pasión y como ese Niño es Dios, al derramarse la Misericordia
de su Corazón en la Pasión, se derrama con ella y en ella la misma divinidad: “Es
como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia;
un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro
precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Y que un niño se nos ha
dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad”.
No
puede ser de otra forma, puesto que en el Niño de Belén “habita la plenitud de
la divinidad”, divinidad que vino en carne mortal, para que al manifestarse en
su Humanidad, se revelase su Divinidad y su Bondad: “Ya que, cuando llegó la
plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad.
Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales,
en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad”.
Al
manifestarse la divinidad en la humanidad del Niño de Belén, se manifiesta
también su Bondad, porque la encarnación supone que Dios en Persona ha asumido
nuestra humanidad, la de todo hombre, no solo la de Adán, para salvarnos: “Porque,
cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse
oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo
mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado”.
Al
encarnarse, Dios se humilla a sí mismo y así manifiesta inequívocamente su
misericordia: “¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia
de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria?”.
Siendo
eterna en sí misma, la Palabra de Dios se manifiesta en una humanidad que es
finita y mortal, dando así muestras de un amor infinito y eterno por los
hombres que, siendo en sí mismos tan poca cosa, ven sin embargo a su Dios
manifestado en la pobre humanidad: “¿Qué hay más rebosante de piedad que la
Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el
hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?”.
De
la Encarnación de la Palabra y de su posterior Pasión y muerte en Cruz, deben
deducir los hombres cuánto sufrió Dios encarnado por nuestro amor, para que
inicie y crezca en nosotros el amor por la divinidad que inhabita en la
humanidad del Niño de Belén: “Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es
el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y
siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, porqué has sufrido,
sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te
tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más bueno se
hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se
dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido –dice el
Apóstol– la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre”.
Al
contemplar al Niño de Belén y la divinidad que en Él inhabita y que se nos
derrama sin límites en la Pasión, debe crecer en nosotros el amor de Dios, al
ver cuán grande es la manifestación de su Bondad para con nosotros, porque por
su humanidad derramó, desde la Cruz, su divinidad sobre nuestras almas: “Grandes
y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de
bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre Dios”.
[1] Oficio de
Lectura, 29 de Diciembre; En la plenitud de los tiempos vino la plenitud de la
divinidad; De los sermones de san
Bernardo, abad; Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2.
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