San Atanasio (izquierda) y San Cirilo de Alejandría.
Nació en Egipto, Alejandría, en el año 295. Estudió derecho
y teología. Se caracterizó por luchar contra el hereje Arrio, clérigo de
Alejandría, quien propagaba la herejía de que Cristo no era Dios por
naturaleza. Para enfrentarlo se celebró el primero de los Concilios ecuménicos
en Nicea. Atanasio, con doctrina recta y con gran valor sostuvo la verdad
católica y refutó a los herejes. El concilió excomulgó a Arrio y condenó su doctrina
arriana.
Pocos
meses después de terminado el concilio Atanasio fue elegido patriarca de
Alejandría, pero los arrianos no dejaron de perseguirlo hasta que lograron
desterrarlo de la ciudad. La autoridad civil quiso obligar a San Atanasio a que
recibiera a Arrio en la Iglesia, aun cuando éste se mantenía en la herejía,
pero Atanasio se negó, por lo que fue desterrado a Tréveris. Permaneció en esa
ciudad por dos años, regresando a Alejandría luego de la muerte de Constantino;
de inmediato retomó la lucha contra los arrianos, sufriendo un segundo
destierro, esta vez a Roma.
Regresó
a Alejandría ocho años más tarde, pero sus enemigos enviaron un batallón para detenerlo;
povidencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de Egipto,
donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo volver a
reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que huir de
nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por
quinta vez. Finalmente, pasada esta última persecución, pudo vivir en paz en su
sede. A lo largo de su vida, escribió numerosas obras, entre las que se destacan
sus escritos sobre la Encarnación del Verbo. Falleció el 2 de mayo del año 373.
Mensaje de santidad[2].
En su sermón sobre la Encarnación del Verbo, además de
defender la verdadera fe católica acerca de Jesús de Nazareth, San Atansio da
un golpe mortal a las herejías de Arrio. Afirma así el santo: “El Verbo de
Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial, vino a nuestro mundo, aunque
tampoco antes se hallaba lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba
vacía de él, sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que está junto a su
Padre”. San Atanasio afirma que Jesús de Nazareth es el Verbo de Dios “incorpóreo,
incorruptible e inmaterial”, por cuanto es la Segunda Persona de la Trinidad
encarnada, y que, aunque vino a este mundo, ya estaba en Él, debido a su omnipresencia,
atributo característico de Dios.
Luego da las razones de su encarnación: su benignidad,
puesto que vio nuestra debilidad y corrupción y que por esto estábamos sujetos
a la muerte y para que la muerte no arruinara la obra de su Padre, es que tomó
un cuerpo y se hizo visible: “Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y
en cuanto se nos hizo visible. Tuvo piedad de nuestra raza y de nuestra
debilidad y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó que la muerte nos
dominase, para que no pereciese lo que había sido creado, con lo que hubiera
resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para
si un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni
tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese
pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más
excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo”.
Continúa San Atanasio describiendo la Encarnación y sus
razones, afirmando que construyó su templo en el seno de la Virgen -con lo cual
descarta la intervención humana en su concepción-, tomando un cuerpo para
ofrecerlo en sacrificio al Padre; al morir el Verbo, puesto que en Él estábamos
representados todos los hombres, y al destruir con su muerte a la misma muerte,
destruyó también nuestra muerte, haciéndonos incorruptibles como Él, llamándonos
de la muerte a la vida de la resurrección: “En el seno de la Virgen, se
construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en
el que había de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un
cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a
la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al
Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los
hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que
agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le
quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con
ello, también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en
la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la
muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del
mismo modo que la paja es consumida por el fuego”.
Afirma
luego que para esto tomó un cuerpo mortal, para que este cuerpo, unido hipostáticamente
-personalmente- al Verbo de Dios, fuera capaz de satisfacer la deuda contraída
por la humanidad a causa del pecado; al habitar el Verbo en este cuerpo -el
cuerpo de Jesús de Nazareth-, este cuerpo no sufriría la corrupción, porque el
Verbo le comunicaría de su vida divina, viéndonos así todos los hombres, que
estábamos sujetos a la muerte, libres de la corrupción de ésta, al comunicarnos
el Verbo Encarnado de su misma vida divina: “Por esta razón, asumió un cuerpo
mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo,
satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho
de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para
que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de
la corrupción”.
Afirma
San Atanasio que al ofrecerse el Verbo, Encarnado en un cuerpo a la muerte,
entregándose como una hostia y víctima perfectísima y purísima, “alejó la
muerte de todos los hombres”, desde el momento en que Él se había ofrecido por
todos los hombres: “De ahí que el cuerpo que él había tomado, al entregarlo a
la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó al momento la
muerte de todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya que se ofreció
en lugar de ellos”.
San
Atanasio sostiene que el Verbo, al ofrecer su cuerpo, unido a su Persona
divina, a la muerte, en sacrificio -esto es, voluntariamente-, pagó de esta
manera la deuda de muerte que habíamos contraído -por el pecado de los primeros
Padres, Adán y Eva- y así, siendo Él mismo inmune a la corrupción por su
condición de Dios Hijo, nos comunicó de su incorrupción y de su resurrección a
todos los hombres: “De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que
existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su
divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo
de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo partícipes
de esta misma inmunidad a todos los hombres, con los que se había hecho una
misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos”.
Por
último, afirma San Atanasio, debido a la divinidad del Verbo Encarnado, la
muerte ya no tiene poder alguno sobre los hombres, gracias a que el Verbo de
Dios habita entre nosotros por la Encarnación: “Es verdad, pues, que la
corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al
Verbo, que habita entre ellos por su encarnación”.
Ahora bien, toda esta vida nueva, resucitada y gloriosa que
nos obtuvo el Verbo de Dios Encarnado, la obtenemos en la Eucaristía. Nada de
esto habría salido a la luz si la herejía de Arrio hubiera triunfado y es aquí
en donde resplandece con mayor fulgor la figura de San Atanasio, quien sufrió
cinco veces el destierro y dedicó toda su vida a sostener la divinidad de Jesús
de Nazareth.
[2] https://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/fechas/mayo_2.htm;
cfr. De los sermones de san Atanasio, obispo, Sermón sobre la encarnación del
Verbo, 8-9.
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