La muerte de los mártires españoles del siglo XX fue una muerte cruenta, en la que hubo derramamiento de sangre. Vista superficialmente, desde un punto de vista racionalista –el racionalismo es como una fuerza oscura que, atacando la inteligencia del espíritu, elimina todo misterio sobrenatural en Jesucristo y en su Evangelio-, se podría decir que la muerte de estos mártires es la muerte de unos idealistas, de quienes creyeron en una causa, la causa de un maestro hebreo de religión, y que por la firmeza de sus ideas, dieron sus vidas. Si así fuera, estos mártires serían para nosotros nada más que el ejemplo de quienes, por la firmeza de sus ideas, no dudaron en entregar sus vidas. De esta manera, los mártires serían personas buenas, que nos dan un ejemplo moralmente bueno, pero nada más.
Sin embargo, la muerte martirial de los mártires españoles, como la muerte de todo mártir, implica un misterio que va más allá de nuestra capacidad de comprensión, y que no se reduce a un mero ejemplo de moralidad, por el hecho de que la muerte martirial está asociada, de manera indisoluble, a la muerte de Jesucristo en la cruz. Es en la cruz de Cristo en donde toda muerte de martirio encuentra su fundamento, su sentido, su raíz y su razón de ser. La muerte del mártir humano, verificada en un momento determinado de la historia humana, es en realidad una actuación, una continuación y una prolongación de la muerte martirial de Cristo en la cruz. En otras palabras, en toda muerte de un mártir, es Cristo, el Hombre-Dios, el mismo que murió en Palestina en la cruz, derramando su sangre, quien continúa derramando su sangre, a lo largo del tiempo y del espacio, para la salvación de la humanidad.
Es decir, no se puede considerar la muerte de ningún mártir, si no considera antes la muerte martirial del Rey de los mártires, Jesucristo. La muerte del mártir es una continuación e imitación de
La sangre de Cristo me convierte en una criatura nueva, renovada por la gracia; me convierte en un hijo de Dios, y por lo mismo, no puedo, si he recibido la sangre de Cristo, y con su sangre, su vida y su luz divina, continuar con la vida de las tinieblas, de la oscuridad y del pecado.
Si Cristo ha dado su sangre por mí, yo debo darle a Él todo mi ser, y eso lo debo hacer todos los días, todo el día, renunciando a lo que me aleja de Dios: debo renunciar al enojo, al rencor, a la impaciencia, al maltrato para con el prójimo; debo renunciar a los programas inmorales de televisión y de internet; debo luchar contra mi pereza y mi desgano, que me lleva a no rezar y a no asistir a misa los domingos.
Los mártires no derramaron su sangre para que nosotros acudamos a ellos como meros dadores de favores materiales –trabajo, salud, bienestar material y temporal-.
Los mártires derramaron su sangre para que nosotros, al acordarnos de ellos, nos acordáramos de Jesús, que fue el Primero en derramar su sangre por nosotros en
[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 464.
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