San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 31 de enero de 2023

San Juan Bosco y el Infierno

 



          En la vida de santidad de San Juan Bosco, son conocidos sus llamados “Sueños del Infierno”; sin embargo, no eran simples sueños, sino verdaderas experiencias místicas en las que el Señor le hacía ver, de modo directo, la terrible, espantosa y pavorosa realidad de la existencia del Infierno, de sus acerbos dolores y de su interminable eternidad. Para quienes nieguen el Infierno y su existencia, o para quienes afirmen que el Infierno está vacío, las experiencias de Don Bosco, además de las revelaciones de Nuestro Señor Jesucristo, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia Católica, son testimonios más que suficientes. Si aún así hay alguien que no crea, esperemos que no le suceda lo que dice el Padre Pío de Pietrelcina: “Están en el Infierno aquellos que en esta vida no creían en él”.

          Aquí dejamos el extracto de una de las numerosas experiencias místicas de San Juan Bosco acerca del Infierno, rogando desde ya al santo que interceda para que no permita que caigamos en el lago de fuego eterno.

“El guía le señaló una vid.

-Ven y observa, lee: ¿qué hay escrito en los granos de uva? Don Bosco se acercó y vio que todos los granos tenían escrito el nombre de uno de los alumnos y el de su culpa.

«Entre tan-múltiples imputaciones recuerdo con horror las siguientes: -Soberbio -Infiel a su promesa -Incontinente -Hipócrita -Descuidado en todos sus deberes -Calumniador -Vengativo -Despiadado -Sacrílego -Despreciador de la autoridad de los superiores -Piedra de escándalo -Seguidor de falsas doctrinas. Vi el nombre de aquellos cuyo Dios es el vientre; de otros a los cuales la ciencia hincha; de los que buscan lo suyo, no lo de Jesucristo; de los que critican al reglamento de los superiores.

Vi también los nombres de ciertos desgraciados que estuvieron o que están actualmente con nosotros; y un gran número de nombres nuevos para mí, o sea, los que, con el tiempo, estarán con nosotros.

Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un verdadero desierto. No se veía alma viviente. Ni una planta, ni un riachuelo; la yerba seca y amarillenta ofrecía un aspecto de tristeza. No sabía dónde me encontraba, ni qué iba a hacer.

Tomamos un camino, hermoso, ancho, espacioso, y bien pavimentado. (El camino de los pecadores está bien enlosado, pero a su término está la fosa del sheol. Ecles. 21.10). A un lado y otro de las orillas del foso flanqueaban dos magníficos setos verdes, cubiertos de lindas flores. En especial despuntaban las rosas, entre las hojas, por todas partes. Aquel camino, a primera vista, parecía llano y cómodo y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho, me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo, y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ser llevado por el aire. Incluso noté que avanzaba, casi sin mover los pies. Nuestra carrera era, pues, veloz. Vi que por el mismo sendero me seguían todos los jóvenes del Oratorio, con numerosísimos compañeros a los que yo jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba vi de repente que ora uno ora otro, caían al suelo y eran arrastrados por una fuerza invisible hacia una horrible pendiente que se veía aun en lontananza, y que luego los metía de cabeza en un horno

-¿Qué es lo que hace caer a estos muchachos?, pregunté al guía.

-Acércate un poco más, me respondió.

Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban a ras del suelo y otros a la altura de la cabeza: estos lazos no se veían.

Por tanto muchos de los jóvenes al andar, quedaban presos por ellos, sin darse cuenta del peligro; en el momento de caer daban un salto y después rodaban por el suelo con las piernas en alto y, cuando se levantaban, corrían precipitadamente hacia el abismo. Unos quedaban presos por la cabeza, otros por el cuello, quien por las manos, quien por un brazo, este por una pierna, aquel por la cintura, e inmediatamente eran lanzados abajo.

Los lazos colocados abajo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de de una tela de araña, y al parecer, inofensivos. Y con todo pude observar que los jóvenes presos en ellos, caían a tierra.

Yo estaba atónito, y me dijo el guía:

-¿Sabes qué es esto?

-Un poco de estopa, respondí.

-Te diría que no es nada, añadió; no es más que el respeto humano.

Examine con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza de la ira,… Hecho esto, me eche un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba el mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que eran los de la deshonestidad, la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los primeros. Desde mi puesto de observación, vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás.

Y pregunté:

¿Por qué esta diferencia?

-Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano me fue respondido.

Mirando aún con mayor atención vi que entre los lazos había esparcidos muchos cuchillos que, manejados por una mano providencial, cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había además dos espadas. Una de ellas indicaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen. Había también un martillo: la confesión, y había otros cuchillos símbolos de las varias devociones a san José, a san Luis, etc.

Muchos rompían con estas armas los lazos al quedar prendidos o se defendían para no caer en ellos.

En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre los lazos de manera que nunca quedaban presos; pasaban antes de que el lazo estuviese tendido y, si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado, sin lograr atraparlos.

Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino f1anqueado de rosas; pero, a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, y empezaban a aparecer punzantes espinas. Luego, por mucho que me fijé, no se descubría ni una rosa, y en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después de los matorrales ralos y secos, partían ramas que se tendían por el suelo, impedían el paso y lo sembraban de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada, cuyos ribazos ocultaban las regiones vecinas y camino que descendía cada vez más se hacía espantoso, poco firme y lleno de baches, de salientes, de guijarros y de cantos rodados.

Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes, muchísimos de los cuales habían logrado salir de aquella senda engañosa y tomaban otros senderos.

El camino se hacía cada vez más horriblemente abrupto de forma que apenas si podía permanecer de pie.

Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, apareció ante nuestros ojos un edificio inmenso que tenía una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, surcada por el brillo de sanguinolentas llamas, se elevaba sobre aquellos murallones. Levanté mis ojos a aquellas murallas: eran más altas que una montaña.

Don Bosco preguntó al guía:

-¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto?

-Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta, me respondió; por la inscripción sabrás donde estamos.

Miré y leí sobre la puerta de bronce: Aquí no hay redención.

Me di cuenta de que estábamos ante las puertas del infierno.

Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontrarnos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás y con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciendo:

-¡Observa!

Tembloroso, alcé los ojos hacia arriba y, a una gran distancia, vi que por aquel camino en declive, bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento, y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle mayor impulso en la carrera.

Corramos, detengámosle, ayudémosle, gritaba yo tendiendo las manos hacia él.

Y el guía replicaba:

– No; déjalo.

-¿por qué no puedo detenerlo?

-¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios?

¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?

Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino como si no hubiese encontrado en su huida más solución que ir a dar contra la puerta de bronce.

-¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, pregunté yo.

-Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno y va a atormentarle aun en medio del fuego.

En efecto, como consecuencia de aquel choque entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, ciento, y mil más impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible velocísimo.

Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una enfrente de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como una boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se alzaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me agarró del brazo y me dijo:

-Detente y observa de nuevo.

Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda otros tres jóvenes de nuestras casas que en forma de peñascos rodaban rapidísimamente uno tras otro liban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. En aquel instante conocí a los tres. La puerta se abrió y, después de ella, las otras mil; los jóvenes fueron empujados por aquel larguísimo corredor, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, aquellos desaparecieron y las puertas se cerraron. Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando… Vi precipitarse allí a un pobrecillo, impulsado por los empujones de un malvado compañero. Otros caían solos, algunos acompañados; unos agarrados del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte.

Mientras tanto, un nuevo grupo de jóvenes se precipitaba en el abismo y las puertas permanecieron abiertas durante un instante.

-Entra tú también, me dijo el guía.

Me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio, para avisar a los jóvenes y detenerlos a fin de que no se perdiera ninguno más. Pero el guía me volvió a insistir.

-Ven, que aprenderás más de una cosa. Penetramos en un estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con la luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una portezuela fea, gruesa, la inscripción: Los impíos irán al fuego eterno. Los muros estaban cubiertos de inscripciones en todo su perímetro. Pedí permiso a mi guía para leerlas y me contestó:

-Haz como te plazca.

Entonces miré por todas partes. En un sitio vi escrito: Pondré fuego en su carne para que ardan para siempre. Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos. -y en otro lugar: Aquí todos los males por los siglos de los siglos. En otros: Aquí no hay ningún orden sino que impera un horror sempiterno. El humo de sus tormentos sube eternamente. No hay paz para los impíos. Clamor y rechinar de dientes.

Mientras iba alrededor de los muros leyendo aquellas inscripciones, el guía que se había quedado en el centro del patio, se acercó y me dijo:

-Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola; hemos pasado la línea.

Apareció ante mis ojos una especie de inmensa caverna, que se perdía en las profundidades excavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas en movimiento, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, hierros, piedras, madera, carbón, todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calor millares y millares de veces al fuego de la tierra, sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. No puedo describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Preparado está desde hace tiempo un Tófet, también para Mélek un foso profundo y ancho; hay paja y madera en abundancia. El aliento de Yahvéh, cual torrente de azufre lo enciende (Isaías. 30.33).

Mientras miraba atónito todo aquello, llegó por un pasaje, con gran violencia, un joven que, como si no se diera cuenta de nada, lanzó un grito agudísimo, como quien está para caer en un lago de bronce hecho líquido y se precipitó en el medio, se tornó blanco como toda la caverna y quedó inmóvil, mientras por un momento resonaba el eco de su voz moribunda.

Horrorizado contemplé un instante a aquel joven y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.

-Pero ¿éste no es uno de mis jóvenes?, pregunté al guía; ¿no es fulano?

-Sí, sí, me respondió.

Apenas si había vuelto de nuevo la mirada, cuando otro joven, con furor desesperado y a grandísima velocidad, corría se precipitaba en la misma caverna: Éste pertenecía también al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Lanzó un grito lastimero y su voz se confundió con el último eco del grito del que había caído antes. Después de éste llegaron otros con la misma precipitación y su número fue en aumento: todos lanzaban el mismo grito y quedaban inmóviles incandescentes, como los que les habían precedido.

Como aumentaba mi espanto, pregunté al guía:

-¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta de que vienen a parar aquí?

-¡Oh! Sí saben que van al fuego; fueron avisados mil veces; pero siguen corriendo voluntariamente, por no detestar el pecado y no quererlo abandonar, por despreciar y rechazar la misericordia de Dios que incesantemente los llama a penitencia; y, por tanto, la justicia divina, provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no pueden parar hasta llegar a este lugar.

-¡Oh, qué terrible debe ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!, exclamé.

-¿Quieres conocer la íntima agitación y el frenesí de sus almas? Pues acércate un poco más, me dijo el guía.

Di unos pasos adelante hacia la ventana y vi que muchos de aquellos desdichados se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, y se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes y las arrojaban con despecho por el aire. En aquel momento toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre.

Y aquellos condenados rechinaban los dientes con envidia feroz, y respiraban afanosamente, porque en vida habían hecho a los justos blanco de sus burlas. El pecador verá y se irritará; dentellará y se deshará.

Pregunté al guía:

-Dime, ¿por qué no oigo ni una voz?

-Acércate más, me gritó.

Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los santos. Era un tumulto de voces y gritos estridentes y confusos por lo que pregunté a mi  amigo:

-¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?

Y él añadió:

-Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: ¡Insensatos de nosotros! Teníamos su vida por locura y sin honor su fin, y he aquí que fueron contados entre los hijos de Dios y su suerte está entre los santos. Luego nos desviamos del camino de la verdad.

Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero son gritos inútiles, esfuerzos inútiles, llantos inútiles, ¡Todo dolor caerá sobre ellos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.

Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto floreció una idea en mi mente.

-¿Cómo es posible, dije, que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes estaban aún vivos en el Oratorio ayer por la noche.

Y el guía me contestó:

-Todos los que ves aquí, están muertos a la gracia de Dios y si ahora los sorprendiera la muerte y continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo: prosigamos adelante.

Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciéndome a otro aún más bajo, en cuya entrada se leían estas palabras: Su gusano no muere y el fuego no se apaga… Meterá el Señor omnipotente fuego y gusanos en sus carnes, y lloraran penando eternamente (Judit. 16 21). Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestra casa.

El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios, y aun extraordinarios, para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias prometidas, ofrecidas y hechas por María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio.

Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros que estuvieron aquí con nosotros y otros muchos que yo no conocía. Me adelanté observé que todos estaban cubiertos de gusanos asquerosos insectos que se devoraban Y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos, todo, y tan lastimosamente que no hay palabras para explicarlo. Permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse librar de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más y me acerqué para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ninguno me dirigía la palabra ni me miraba. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me respondió que en el otro mundo no hay libertad para los condenados; cada uno soporta el castigo que Dios le impone sin variación alguna y no puede ser de otra manera.

Y añadió:

-Ven adentro y observa la bondad y la omnipotencia de Dios, que amorosamente pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna.

Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre éstas, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos huecos que comunicaban con la caverna.

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento y exclamó:

-La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos muchachos.

-Pero ¿no se han confesado?

-Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado a propósito. Por ejemplo: uno que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro pero en la niñez y sintieron vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal y no lo dijeron todo. Otros no tuvieron dolor y el propósito. Algunos incluso, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos para toda la eternidad. Solamente los que arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios?

Levantó el velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio a todos los cuales conocía, condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta.

-Al menos ahora, le supliqué, ¿me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular?

No hace falta, me respondió.

-Entonces, ¿qué les debo decir?

-Predica en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que, aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltara nunca a tos jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes, que escuchen tus amonestaciones, que pregunten a su conciencia y ella les sugerirá lo que deben hacer.

Y volviéndose hacia otra parte, levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Los que quieren hacerse ricos, caerán en la tentación y en el lazo del demonio.

Lo leí y dije:

-Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasan por la imaginación!

Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía, señalándolos, me respondió:

-Sí, también interesa esta inscripción a tus muchachos.

-Explícame entonces el significado del término ricos.

Y siguió él diciendo:

-Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado los aparta del amor a Dios, faltando por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo de las mismas, tanto más si este deseo va contra la justicia. Tus jóvenes son pobres; pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y, a pesar de que pueden hacerlo, no piensan en restituir. Hay quien piensa abrir la despensa con ganzúas; y quien intenta penetrar en las dependencias del Prefecto o del Ecónomo; quien registra los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero u otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso…

Me dijo el nombre de éstos y de otros más, y continuó:

-Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado prendas de vestir, ropa blanca, cubrecamas y capas que pertenecían al Oratorio, para enviarlas a sus casas. Algunos, por algún otro daño grave, ocasionado voluntariamente y no reparado. Otros, por no haber restituido los objetos y cosas que les habían prestado, y alguno por haber retenido dinero que se le había confiado para que lo entregase al Superior.

Y concluyó diciendo.

Y puesto que te fueron indicados estos tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor; de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, la muerte y la perdición.

Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas, a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia, tuviesen aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones, diciéndome:

-Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder.

Y levantó otro velo que ocultaba a muchos de otros de nuestros jóvenes, a los que conocí inmediatamente y que están en el Oratorio.

Sobre aquel velo estaba escrito: Raíz de todos los males.

E inmediatamente me preguntó:

-¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado en esta inscripción?

-Me parece que debe ser la soberbia.

-No, me respondió.

-Pues yo siempre he oído decir que la soberbia es la raíz de todos los pecados.

-Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y Eva en el primer pecado, por el que fueron arrojados del Paraíso terrenal?

-La desobediencia.

-Cierto, la desobediencia es la raíz de todos los males.

-¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto?

-Presta atención. Esos jóvenes que ves aquí, son los desobedientes que se están preparando un fin tan lastimoso. Esos tales y esos cuales que tú crees se han ido a descansar y, en cambio, de noche se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de las prohibiciones del reglamento, van a lugares peligrosos, suben por los andamios de las obras en construcción poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, pese a las normas de los reglamentos, van a la iglesia, pero no están en ella como deben; en vez de rezar, están pensando en otras cosas y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes sólo se preocupan de apoyarse y buscar una posición cómoda para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros, tú crees que van a la iglesia y en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que, en vez de cantar las divinas alabanzas y el oficio de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, hasta leer libros prohibidos.

Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.

Cuando hubo terminado, le miré conmovido a la cara; él clavó sus ojos en mí y yo le dije:

-¿Puedo referir todas estas cosas a mis muchachos?

-Sí, puedes decirles cuanto recuerdes.

-¿y qué consejo he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias?

-Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en las cosas pequeñas, los salvará.

-¿Y qué más?

-Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado de David; incúlcales que estén, siempre ocupados, pues el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno.

-¡No, no!, grité horrorizado.

Él insistía y yo me negaba siempre.

-No temas, me dijo; prueba solamente, toca este muro.

Me faltaba valor para hacerlo y quería alejarme, pero él me detuvo insistiendo:

-A pesar de todo es necesario que lo pruebes.

Y, aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía:

-Tócalo una vez al menos, para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos y para que puedas comprender cuán terrible será la última, si así es la primera. ¿Ves esa muralla?

Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió:

-Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Mil muros más lo rodean. Cada uno tiene mil medidas de espesor y de distancia del uno al otro, y cada medida es de mil millas; éste está a un millón de millas del verdadero fuego del  infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Me agarró la mano y me hizo golpear sobre la piedra… Sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que, saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo me desperté»

Añade el Santo: «Al hacerse de día pude comprobar que mi mano, en realidad estaba hinchada». Se le cambió la piel de la mano derecha.

Al final de su vida, san Juan Bosco vio de nuevo las penas del Infierno. Así lo relata:

– Vi primeramente una masa informe. De ella salían los gritos de dolor. Pude oír estas palabras: «Muchos alardean en la tierra, pero arderán en el fuego». Vi personas indescriptiblemente deformes.

Don Bosco conocía a aquellos infelices. Su terror era cada vez más opresor. Preguntó en alta voz:

-¿No será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo?

-Sí, hay remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oración incesante, con el Sacramento de la Confesión y con la frecuente Comunión en estado de gracia”.

 

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