En la vida de santidad de San Juan Bosco, son conocidos sus
llamados “Sueños del Infierno”; sin embargo, no eran simples sueños, sino
verdaderas experiencias místicas en las que el Señor le hacía ver, de modo
directo, la terrible, espantosa y pavorosa realidad de la existencia del Infierno,
de sus acerbos dolores y de su interminable eternidad. Para quienes nieguen el
Infierno y su existencia, o para quienes afirmen que el Infierno está vacío,
las experiencias de Don Bosco, además de las revelaciones de Nuestro Señor
Jesucristo, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia Católica, son
testimonios más que suficientes. Si aún así hay alguien que no crea, esperemos que
no le suceda lo que dice el Padre Pío de Pietrelcina: “Están en el Infierno aquellos
que en esta vida no creían en él”.
Aquí dejamos el extracto de una de las numerosas
experiencias místicas de San Juan Bosco acerca del Infierno, rogando desde ya
al santo que interceda para que no permita que caigamos en el lago de fuego eterno.
“El
guía le señaló una vid.
-Ven y observa, lee: ¿qué
hay escrito en los granos de uva? Don Bosco se acercó y vio que todos los
granos tenían escrito el nombre de uno de los alumnos y el de su culpa.
«Entre tan-múltiples
imputaciones recuerdo con horror las siguientes: -Soberbio -Infiel a su
promesa -Incontinente -Hipócrita -Descuidado en todos sus deberes
-Calumniador -Vengativo -Despiadado -Sacrílego -Despreciador de la autoridad de
los superiores -Piedra de escándalo -Seguidor de falsas doctrinas. Vi
el nombre de aquellos cuyo Dios es el vientre; de otros a los
cuales la ciencia hincha; de los que buscan lo suyo, no lo
de Jesucristo; de los que critican al reglamento de los superiores.
Vi también los nombres de
ciertos desgraciados que estuvieron o que están actualmente con nosotros; y un
gran número de nombres nuevos para mí, o sea, los que, con el tiempo, estarán
con nosotros.
Dirigí la mirada a mi
alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los
confines de la misma. Era un verdadero desierto. No se veía alma viviente. Ni
una planta, ni un riachuelo; la yerba seca y amarillenta ofrecía un aspecto de
tristeza. No sabía dónde me encontraba, ni qué iba a hacer.
Tomamos un camino,
hermoso, ancho, espacioso, y bien pavimentado. (El camino de los
pecadores está bien enlosado, pero a su término está la fosa del sheol. Ecles.
21.10). A un lado y otro de las orillas del foso flanqueaban dos magníficos
setos verdes, cubiertos de lindas flores. En especial despuntaban las rosas,
entre las hojas, por todas partes. Aquel camino, a primera vista, parecía llano
y cómodo y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de
caminar un trecho, me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta
abajo, y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad
que me parecía ser llevado por el aire. Incluso noté que avanzaba, casi sin
mover los pies. Nuestra carrera era, pues, veloz. Vi que por el mismo sendero
me seguían todos los jóvenes del Oratorio, con numerosísimos compañeros a los
que yo jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los
observaba vi de repente que ora uno ora otro, caían al suelo y eran arrastrados
por una fuerza invisible hacia una horrible pendiente que se veía aun en lontananza,
y que luego los metía de cabeza en un horno
-¿Qué es lo que hace caer
a estos muchachos?, pregunté al guía.
-Acércate un poco más, me
respondió.
Me acerqué y pude
comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales
estaban a ras del suelo y otros a la altura de la cabeza: estos lazos no se
veían.
Por tanto muchos de los
jóvenes al andar, quedaban presos por ellos, sin darse cuenta del peligro; en
el momento de caer daban un salto y después rodaban por el suelo con las piernas
en alto y, cuando se levantaban, corrían precipitadamente hacia el abismo. Unos
quedaban presos por la cabeza, otros por el cuello, quien por las manos, quien
por un brazo, este por una pierna, aquel por la cintura, e inmediatamente eran
lanzados abajo.
Los lazos colocados abajo
parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de de una tela de
araña, y al parecer, inofensivos. Y con todo pude observar que los jóvenes
presos en ellos, caían a tierra.
Yo estaba atónito, y me
dijo el guía:
-¿Sabes qué es esto?
-Un poco de estopa,
respondí.
-Te diría que no es nada,
añadió; no es más que el respeto humano.
Examine con atención los
lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la
soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto,
de la gula, de la pereza de la ira,… Hecho esto, me eche un poco hacia atrás
para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba el mayor número de víctimas
entre los jóvenes, y pude comprobar que eran los de la deshonestidad, la
desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de
esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los
primeros. Desde mi puesto de observación, vi a muchos jóvenes que corrían a
mayor velocidad que los demás.
Y pregunté:
¿Por qué esta diferencia?
-Porque son arrastrados
por los lazos del respeto humano me fue respondido.
Mirando aún con mayor
atención vi que entre los lazos había esparcidos muchos cuchillos que,
manejados por una mano providencial, cortaban o rompían los hilos. El cuchillo
más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación.
Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba
la lectura espiritual bien hecha. Había además dos espadas. Una de ellas
indicaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la
comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen. Había también un martillo:
la confesión, y había otros cuchillos símbolos de las varias devociones a san
José, a san Luis, etc.
Muchos rompían con estas
armas los lazos al quedar prendidos o se defendían para no caer en ellos.
En efecto, vi a dos
jóvenes que pasaban entre los lazos de manera que nunca quedaban presos;
pasaban antes de que el lazo estuviese tendido y, si lo hacían cuando éste
estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros,
o sobre las espaldas, o en otro lado, sin lograr atraparlos.
Cuando el guía se dio
cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino f1anqueado
de rosas; pero, a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez
más raras, y empezaban a aparecer punzantes espinas. Luego, por mucho que me
fijé, no se descubría ni una rosa, y en el último tramo, el seto se había
tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas;
después de los matorrales ralos y secos, partían ramas que se tendían por el
suelo, impedían el paso y lo sembraban de espinas de tal forma que difícilmente
se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada, cuyos ribazos ocultaban las
regiones vecinas y camino que descendía cada vez más se hacía espantoso, poco
firme y lleno de baches, de salientes, de guijarros y de cantos rodados.
Había perdido ya de vista
a todos mis jóvenes, muchísimos de los cuales habían logrado salir de aquella
senda engañosa y tomaban otros senderos.
El camino se hacía cada
vez más horriblemente abrupto de forma que apenas si podía permanecer de pie.
Y he aquí que al fondo de
este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, apareció ante nuestros ojos
un edificio inmenso que tenía una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo
del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color
verdoso, surcada por el brillo de sanguinolentas llamas, se elevaba sobre
aquellos murallones. Levanté mis ojos a aquellas murallas: eran más altas que
una montaña.
Don Bosco preguntó al
guía:
-¿Dónde nos encontramos?
¿Qué es esto?
-Lee lo que hay escrito
sobre aquella puerta, me respondió; por la inscripción sabrás donde estamos.
Miré y leí sobre la
puerta de bronce: Aquí no hay redención.
Me di cuenta de que
estábamos ante las puertas del infierno.
Recorrimos un inmenso y
profundísimo barranco y nos encontrarnos nuevamente al pie del camino pendiente
que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De
pronto el guía se volvió hacia atrás y con el rostro demudado y sombrío, me
indicó con la mano que me retirara, diciendo:
-¡Observa!
Tembloroso, alcé los ojos
hacia arriba y, a una gran distancia, vi que por aquel camino en declive,
bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y
finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos
desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás
por efecto del viento, y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud de
quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba
continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían
para darle mayor impulso en la carrera.
Corramos, detengámosle,
ayudémosle, gritaba yo tendiendo las manos hacia él.
Y el guía replicaba:
– No; déjalo.
-¿por qué no puedo
detenerlo?
-¿No sabes lo tremenda
que es la venganza de Dios?
¿Crees que podrías
detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?
Entretanto aquel joven,
volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de
Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino como
si no hubiese encontrado en su huida más solución que ir a dar contra la puerta
de bronce.
-¿Y por qué mira hacia
atrás con esa cara de espanto?, pregunté yo.
-Porque la ira de Dios
traspasa todas las puertas del infierno y va a atormentarle aun en medio del
fuego.
En efecto, como
consecuencia de aquel choque entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de
par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible
fragor, dos, diez, ciento, y mil más impulsadas por el choque del joven, que
era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible velocísimo.
Todas aquellas puertas de
bronce, que estaban una enfrente de otra, aunque a gran distancia,
permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos,
como una boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella
vorágine pude observar que de ella se alzaban numerosos globos de fuego. Y las
puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto.
Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel
infeliz, pero el guía me agarró del brazo y me dijo:
-Detente y observa de
nuevo.
Lo hice y pude ver un
nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda otros tres
jóvenes de nuestras casas que en forma de peñascos rodaban rapidísimamente uno
tras otro liban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al
fondo y fueron a chocar con la primera puerta. En aquel instante conocí a los
tres. La puerta se abrió y, después de ella, las otras mil; los jóvenes fueron
empujados por aquel larguísimo corredor, se oyó un prolongado ruido infernal
que se alejaba cada vez más, aquellos desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando… Vi precipitarse allí
a un pobrecillo, impulsado por los empujones de un malvado compañero. Otros
caían solos, algunos acompañados; unos agarrados del brazo, otros separados,
pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los
llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían,
retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio
de muerte.
Mientras tanto, un nuevo
grupo de jóvenes se precipitaba en el abismo y las puertas permanecieron
abiertas durante un instante.
-Entra tú también, me
dijo el guía.
Me eché atrás
horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio, para avisar a los jóvenes
y detenerlos a fin de que no se perdiera ninguno más. Pero el guía me volvió a
insistir.
-Ven, que aprenderás más
de una cosa. Penetramos en un estrecho y horrible corredor. Corríamos con la
velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con la luz
velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo
desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una
portezuela fea, gruesa, la inscripción: Los impíos irán al fuego
eterno. Los muros estaban cubiertos de inscripciones en todo su
perímetro. Pedí permiso a mi guía para leerlas y me contestó:
-Haz como te plazca.
Entonces miré por todas
partes. En un sitio vi escrito: Pondré fuego en su carne para que ardan para
siempre. Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos. -y en
otro lugar: Aquí todos los males por los siglos de los siglos. En otros: Aquí
no hay ningún orden sino que impera un horror sempiterno. El humo de sus
tormentos sube eternamente. No hay paz para los impíos. Clamor y rechinar de
dientes.
Mientras iba alrededor de
los muros leyendo aquellas inscripciones, el guía que se había quedado en el
centro del patio, se acercó y me dijo:
-Desde ahora en adelante
nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un
corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola; hemos pasado la
línea.
Apareció ante mis ojos
una especie de inmensa caverna, que se perdía en las profundidades excavadas en
las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en
la tierra con sus llamas en movimiento, sino de una forma tal que todo lo
dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros,
bóvedas, pavimento, hierros, piedras, madera, carbón, todo estaba blanco y
brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calor millares y millares de veces al
fuego de la tierra, sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. No
puedo describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Preparado
está desde hace tiempo un Tófet, también para Mélek un foso profundo y ancho;
hay paja y madera en abundancia. El aliento de Yahvéh, cual torrente de azufre
lo enciende (Isaías. 30.33).
Mientras miraba atónito
todo aquello, llegó por un pasaje, con gran violencia, un joven que, como si no
se diera cuenta de nada, lanzó un grito agudísimo, como quien está para caer en
un lago de bronce hecho líquido y se precipitó en el medio, se tornó blanco
como toda la caverna y quedó inmóvil, mientras por un momento resonaba el eco
de su voz moribunda.
Horrorizado contemplé un
instante a aquel joven y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.
-Pero ¿éste no es uno de
mis jóvenes?, pregunté al guía; ¿no es fulano?
-Sí, sí, me respondió.
Apenas si había vuelto de
nuevo la mirada, cuando otro joven, con furor desesperado y a grandísima
velocidad, corría se precipitaba en la misma caverna: Éste pertenecía también
al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Lanzó un grito lastimero y su voz se
confundió con el último eco del grito del que había caído antes. Después de éste
llegaron otros con la misma precipitación y su número fue en aumento: todos
lanzaban el mismo grito y quedaban inmóviles incandescentes, como los que les
habían precedido.
Como aumentaba mi
espanto, pregunté al guía:
-¿Pero éstos, al correr
con tanta velocidad, no se dan cuenta de que vienen a parar aquí?
-¡Oh! Sí saben que van al
fuego; fueron avisados mil veces; pero siguen corriendo voluntariamente, por no
detestar el pecado y no quererlo abandonar, por despreciar y rechazar la
misericordia de Dios que incesantemente los llama a penitencia; y, por tanto,
la justicia divina, provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y
no pueden parar hasta llegar a este lugar.
-¡Oh, qué terrible debe
ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir
de aquí!, exclamé.
-¿Quieres conocer la
íntima agitación y el frenesí de sus almas? Pues acércate un poco más, me dijo
el guía.
Di unos pasos adelante
hacia la ventana y vi que muchos de aquellos desdichados se propinaban
mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, y se mordían como
perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se
arrancaban las carnes y las arrojaban con despecho por el aire. En aquel
momento toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a
través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los
compañeros que se habían salvado para siempre.
Y aquellos condenados
rechinaban los dientes con envidia feroz, y respiraban afanosamente, porque en
vida habían hecho a los justos blanco de sus burlas. El pecador verá y se
irritará; dentellará y se deshará.
Pregunté al guía:
-Dime, ¿por qué no oigo
ni una voz?
-Acércate más, me gritó.
Me aproximé al cristal de
la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones;
otros blasfemaban e imprecaban a los santos. Era un tumulto de voces y gritos
estridentes y confusos por lo que pregunté a mi amigo:
-¿Qué es lo que dicen?
¿Qué es lo que gritan?
Y él añadió:
-Al recordar la suerte de
sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: ¡Insensatos de
nosotros! Teníamos su vida por locura y sin honor su fin, y he aquí que fueron
contados entre los hijos de Dios y su suerte está entre los santos. Luego nos
desviamos del camino de la verdad.
Estos son los cánticos
lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero son gritos inútiles,
esfuerzos inútiles, llantos inútiles, ¡Todo dolor caerá sobre ellos! Aquí
no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.
Mientras lleno de horror
contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto floreció una idea en
mi mente.
-¿Cómo es posible, dije,
que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes estaban aún
vivos en el Oratorio ayer por la noche.
Y el guía me contestó:
-Todos los que ves aquí,
están muertos a la gracia de Dios y si ahora los sorprendiera la muerte y
continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo:
prosigamos adelante.
Y me alejó de aquel lugar
por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciéndome a otro
aún más bajo, en cuya entrada se leían estas palabras: Su gusano no muere y el
fuego no se apaga… Meterá el Señor omnipotente fuego y gusanos en sus carnes, y
lloraran penando eternamente (Judit. 16 21). Aquí se veían los atroces
remordimientos de los que fueron educados en nuestra casa.
El recuerdo de todos y
cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber
tenido mil medios, y aun extraordinarios, para convertirse al Señor, para
perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias
prometidas, ofrecidas y hechas por María Santísima y no
correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y,
en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos
hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones ineficaces está lleno el
infierno, dice el proverbio.
Y allí volví a
contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el
horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros que estuvieron
aquí con nosotros y otros muchos que yo no conocía. Me adelanté observé que
todos estaban cubiertos de gusanos asquerosos insectos que se devoraban Y
consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos, todo, y tan
lastimosamente que no hay palabras para explicarlo. Permanecían inmóviles,
expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse librar de ellas en modo
alguno. Yo avancé un poco más y me acerqué para que me viesen, con la esperanza
de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ninguno me dirigía la palabra
ni me miraba. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me respondió que en
el otro mundo no hay libertad para los condenados; cada uno soporta el castigo
que Dios le impone sin variación alguna y no puede ser de otra manera.
Y añadió:
-Ven adentro y observa la
bondad y la omnipotencia de Dios, que amorosamente pone en juego mil medios
para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna.
Y tomándome de la mano me
introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso
transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre éstas, a
regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos huecos
que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de
aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento y
exclamó:
-La falta contra este
Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos muchachos.
-Pero ¿no se han
confesado?
-Se han confesado, pero
las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado a
propósito. Por ejemplo: uno que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase,
dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un
pecado impuro pero en la niñez y sintieron vergüenza de confesarlo, o lo
confesaron mal y no lo dijeron todo. Otros no tuvieron dolor y el propósito.
Algunos incluso, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al
confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse
en el número de los réprobos para toda la eternidad. Solamente los que
arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán
eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la
misericordia de Dios?
Levantó el velo y vi un
grupo de jóvenes del Oratorio a todos los cuales conocía, condenados por esta
culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena
conducta.
-Al menos ahora, le
supliqué, ¿me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles
en particular?
No hace falta, me
respondió.
-Entonces, ¿qué les debo
decir?
-Predica en todas partes
contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que,
aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre
sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de
Dios, la cual no faltara nunca a tos jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan
bueno que manifiesta especialmente su poder en compadecer y en perdonar.
Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes, que escuchen tus
amonestaciones, que pregunten a su conciencia y ella les sugerirá lo que deben
hacer.
Y volviéndose hacia otra
parte, levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Los que
quieren hacerse ricos, caerán en la tentación y en el lazo del demonio.
Lo leí y dije:
-Esto no interesa a mis
jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las
riquezas. ¡Ni siquiera nos pasan por la imaginación!
Al correr el velo vi al
fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros
que contemplé, y el guía, señalándolos, me respondió:
-Sí, también interesa
esta inscripción a tus muchachos.
-Explícame entonces el
significado del término ricos.
Y siguió él diciendo:
-Por ejemplo, algunos de
tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este
afecto desordenado los aparta del amor a Dios, faltando por tanto, a la piedad
y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las
riquezas, sino también con el deseo de las mismas, tanto más si este deseo va
contra la justicia. Tus jóvenes son pobres; pero has de saber que la gula y el
ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron
culpables de hurtos considerables y, a pesar de que pueden hacerlo, no piensan
en restituir. Hay quien piensa abrir la despensa con ganzúas; y quien intenta
penetrar en las dependencias del Prefecto o del Ecónomo; quien registra los
baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero u otros
objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso…
Me dijo el nombre de
éstos y de otros más, y continuó:
-Algunos se encuentran
aquí por haberse apropiado prendas de vestir, ropa blanca, cubrecamas y capas
que pertenecían al Oratorio, para enviarlas a sus casas. Algunos, por algún
otro daño grave, ocasionado voluntariamente y no reparado. Otros, por no haber
restituido los objetos y cosas que les habían prestado, y alguno por haber
retenido dinero que se le había confiado para que lo entregase al Superior.
Y concluyó diciendo.
Y puesto que te fueron
indicados estos tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y
nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor; de
otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el
dolor, la muerte y la perdición.
Yo no me explicaba cómo
por ciertas cosas, a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia,
tuviesen aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis
reflexiones, diciéndome:
-Recuerda lo que se te
dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder.
Y levantó otro velo que
ocultaba a muchos de otros de nuestros jóvenes, a los que conocí inmediatamente
y que están en el Oratorio.
Sobre aquel velo estaba
escrito: Raíz de todos los males.
E inmediatamente me
preguntó:
-¿Sabes qué significa
esto? ¿Cuál es el pecado designado en esta inscripción?
-Me parece que debe ser
la soberbia.
-No, me respondió.
-Pues yo siempre he oído
decir que la soberbia es la raíz de todos los pecados.
-Sí; en general se dice
que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán
y Eva en el primer pecado, por el que fueron arrojados del Paraíso terrenal?
-La desobediencia.
-Cierto, la desobediencia
es la raíz de todos los males.
-¿Qué debo decir a mis
jóvenes sobre esto?
-Presta atención. Esos
jóvenes que ves aquí, son los desobedientes que se están preparando un fin tan
lastimoso. Esos tales y esos cuales que tú crees se han ido a descansar y, en
cambio, de noche se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de las prohibiciones
del reglamento, van a lugares peligrosos, suben por los andamios de las obras
en construcción poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, pese a las
normas de los reglamentos, van a la iglesia, pero no están en ella como deben;
en vez de rezar, están pensando en otras cosas y se entretienen en fabricar
castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes sólo se preocupan
de apoyarse y buscar una posición cómoda para poder dormir durante el tiempo de
las funciones sagradas; otros, tú crees que van a la iglesia y en cambio, no
aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena!
Hay aquí algunos que, en vez de cantar las divinas alabanzas y el oficio de la
Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos y otros, cosa
verdaderamente vergonzosa, hasta leer libros prohibidos.
Y siguió enumerando otras
faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.
Cuando hubo terminado, le
miré conmovido a la cara; él clavó sus ojos en mí y yo le dije:
-¿Puedo referir todas
estas cosas a mis muchachos?
-Sí, puedes decirles
cuanto recuerdes.
-¿y qué consejo he de
darles para que no les sucedan tan grandes desgracias?
-Debes insistir en que la
obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en las
cosas pequeñas, los salvará.
-¿Y qué más?
-Les dirás que eviten el
ocio, que fue el origen del pecado de David; incúlcales que estén, siempre
ocupados, pues el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. Ahora que has visto
los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en
el infierno.
-¡No, no!, grité
horrorizado.
Él insistía y yo me
negaba siempre.
-No temas, me dijo;
prueba solamente, toca este muro.
Me faltaba valor para
hacerlo y quería alejarme, pero él me detuvo insistiendo:
-A pesar de todo es
necesario que lo pruebes.
Y, aferrándome
resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía:
-Tócalo una vez al menos,
para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios
eternos y para que puedas comprender cuán terrible será la última, si así es la
primera. ¿Ves esa muralla?
Me fijé atentamente y
pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió:
-Es el milésimo primero
antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Mil muros más lo
rodean. Cada uno tiene mil medidas de espesor y de distancia del uno al otro, y
cada medida es de mil millas; éste está a un millón de millas del verdadero
fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno
mismo. Me agarró la mano y me hizo golpear sobre la piedra… Sentí una quemadura
tan intensa y dolorosa que, saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo
me desperté»
Añade el Santo: «Al
hacerse de día pude comprobar que mi mano, en realidad estaba hinchada». Se le
cambió la piel de la mano derecha.
Al final de su vida, san
Juan Bosco vio de nuevo las penas del Infierno. Así lo relata:
– Vi primeramente una
masa informe. De ella salían los gritos de dolor. Pude oír estas palabras:
«Muchos alardean en la tierra, pero arderán en el fuego». Vi personas
indescriptiblemente deformes.
Don Bosco conocía a
aquellos infelices. Su terror era cada vez más opresor. Preguntó en alta voz:
-¿No será posible poner
remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos
están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo?
-Sí, hay remedio; sólo un
remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oración incesante, con el
Sacramento de la Confesión y con la frecuente Comunión en estado de gracia”.
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