San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 4 de noviembre de 2010

Los ángeles se alegran por un pecador que se convierte


“Los ángeles de Dios se alegran por un pecador que se convierte” (cfr. Lc 15, 1-10). Jesús afirma que la conversión de un pecador en la tierra, es causa de alegría para los ángeles del cielo.

Con esto Jesús nos quiere hacer ver que los ángeles se alegran por motivos muy distintos a los motivos de alegría de los hombres: mientras los ángeles se alegran cuando un pecador se convierte, es decir, adquiere el bien espiritual máximo de la gracia, los hombres se alegran por adquirir bienes materiales, honores, honras, y fama mundana.

Es esto lo que vemos todos los días: los hombres se felicitan mutuamente y se alegran, porque adquieren inmensas riquezas, porque escalan los puestos más distinguidos, porque ocupan los puestos más elevados y de prestigio, porque gobiernan a las naciones más poderosas, porque conquistan la gloria por medio de las armas, o por la ciencia o por el arte.

Los hombres se alegran por esto, pero esto mismo, que produce tanta alegría a los hombres, deja mudos a los habitantes del cielo, a tal punto que podemos decir que a los ángeles no se les mueve ni una pluma de sus alas. Lejos de felicitar a aquellos que alcanzaron tanta gloria y brillo mundano, y lejos de congratular y felicitar a sus amigos y parientes, como se hace cuando alguien ha alcanzado un gran éxito, los ángeles parecen no darse cuenta de esas glorias mundanas, y quedan en el más completo silencio.

Sin embargo, si un mendigo, o un hombre sumido en el infortunio, o uno de estos mismos hombres que antes adquiría enormes bienes materiales, ahora adquiere la gracia, en el cielo se organiza, en ese mismo momento, una gran fiesta, y los mismos ángeles bajan del cielo a felicitar a un alma tan afortunada.

Pasa entre los ángeles y los hombres lo que pasa entre los comerciantes ricos y los que nada tienen, o lo que pasa entre los adultos y los niños: al comerciante exitoso y rico, que está acostumbrado a manejar grandes sumas de dineros, y mercancías y objetos costosos y valiosísimos, no le interesan las adquisiciones pequeñas, porque las considera baratijas, y ni siquiera se digna mirarlas, y lo que a otros haría felices, para él no pasa de pérdida de tiempo y cosa sin importancia.

Sucede también como con los niños y los adultos: para los niños, basta un espejito de color, o una ‘chuchería’ o un juguete sin valor comercial, ni artístico, ni estético, para que ya estén alegres, y eso mismo, que para los niños es todo su contento, para los adultos, no merece más que una sonrisa compasiva. Es así con los ángeles: lo que para los hombres es alegría y contento –riquezas, poder, fama, honra, dinero, joyas, títulos, diplomas-, para los ángeles es igual a la nada, porque nada de eso se compara con la gracia.

Los ángeles saben que las cosas materiales y los honores del mundo son como humo que se disipa al viento, porque nada de eso puede hacer participar de la vida divina, y saben también que, por el contrario, el más mínimo grado de gracia, o la gracia más pequeña, es más valiosa que todo el universo, porque por la gracia el hombre participa de la vida divina, es decir, participa del amor y de la vida de Dios Uno y Trino.

Es por esto que debemos imitar a los ángeles, que son, sin dudarlo, mucho más inteligentes que nosotros, porque saben dónde está el verdadero bien, la gracia, y saben reconocer, mucho mejor que los hombres, dónde está la verdadera alegría.

Dejemos que los niños de este mundo, los mundanos, pobres e insensatos, se regocijen y alegren en la adquisición de bienes terrenos y de inutilidades deslumbrantes, y de honores vacíos, y no creamos haber realizado una ganancia importante y verdadera si es que no hemos conseguido o aumentado la gracia.

Ahora estamos en condiciones de contestar a esta pregunta: ¿por qué se alegran los ángeles, si ellos mismos están extasiados y sumergidos en un mar de inmensa alegría, como es la contemplación de la belleza y del amor infinito del Ser divino de Dios Uno y Trino?

Los ángeles se alegran por nosotros, cuando adquirimos, conservamos y aumentamos la gracia, porque eso quiere decir que nuestros nombres están “escritos en el cielo” (cfr. Lc 10, 20), y ésta alegría, la alegría de los ángeles, debe ser nuestra alegría.

Dejemos de lado, entonces, la alegría mundana, la alegría vana y superficial que viene por los atractivos del mundo, por los bienes materiales, por los honores mundanos, por los triunfos pasajeros. Dejemos de lado esa alegría, y abracemos la verdadera alegría, la alegría que nos concede la gracia, que es una alegría que comienza aquí en la tierra, pero que finaliza en el cielo, o más bien, continúa para siempre en el cielo, en la contemplación beata y feliz de las Tres Divinas Personas de la Trinidad. Preparémonos para esa alegría, alegrándonos aquí, en la tierra, con la alegría de los ángeles, que es la alegría de la gracia, y comuniquemos de esa alegría a nuestros prójimos, por medio de las obras de misericordia, de compasión y de caridad.

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