San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 24 de marzo de 2017

Santos Pastorcitos de Fátima Jacinta y Francisco Marto


Vida de santidad de los Santos Jacinta y Franciso Marto.

Los beatos Jacinta –nació el 3 de Octubre de 1910 y falleció el 20 de Febrero de 1920-, Francisco -nació el 6 de Junio de1908 y falleció el 4 de Abril de 1919- y Lucía tuvieron la gracia de recibir, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, las Apariciones de la Virgen María en Cova de Iría[1], precedidas por las apariciones del Ángel de Portugal, el Ángel de la Paz. Estas apariciones cambiaron de tal manera sus vidas, que a partir de ahí, siendo niños pequeños –tendrían entre siete y nueve años-, comenzaron a vivir una vida de gran santidad, una santidad que, luego de tribulaciones en la tierra, los condujo al lugar donde ahora se encuentran: la felicidad eterna en el Reino de los cielos. Luego de las Apariciones de Fátima, los tres Pastorcitos crecieron grandemente en el amor de Dios y de los hombres; dejaron de aspirar a vivir una vida meramente terrena, con aspiraciones terrenas y humanas, para desear, para ellos y para todo el mundo, evitar el Infierno y alcanzar el Reino de los cielos. En esta vida de santidad, se caracterizaron por la oración continua, por los sacrificios, penitencias y mortificaciones que ofrecían por los pecadores, y vivir permanentemente en gracia y en Presencia de Dios.
Las Apariciones del Ángel de Portugal primero y de la Virgen María después, y los increíbles prodigios que los acompañaron, no supusieron para ellos, como muchos pueden pensar, una vida fácil y sin contratiempos, recibiendo el beneplácito, el cariño y el reconocimiento de todos. Por el contrario, debieron enfrentar, incluso desde el seno mismo de sus familias, una gran oposición, a la que se sumaron eclesiásticos, laicos y autoridades gubernamentales. Estas últimas, infiltradas por la Masonería –secta secreta que busca la destrucción de la Iglesia-, los amenazaron de muerte –les dijeron que los arrojarían a un caldero gigante con aceite hirviendo- si no se retractaban y decían que todo era mentira y producto de su imaginación. Parte importante de la vida de santidad de los Pastorcitos, que permitió a la Iglesia beatificarlos primero y ahora canonizarlos, fue el soportar con gran entereza, serenidad y fortaleza sobrenatural, las innumerables calumnias, injurias, persecuciones, incomprensiones, amenazas contra la vida y, a pesar de su corta edad, días de prisión.
Ante las amenazas de las autoridades civiles, de quitarles la vida si no declaraban que las Apariciones eran falsas, Francisco Marto les infundía valor y fortaleza a su hermana y su prima y decía: “Si nos matan no importa; vamos al cielo”. Por su parte, Jacinta, hermana de Francisco, cuando la llevaban para supuesta matarla, dijo a Francisco y Lucía: “No se preocupen, no les diré nada; prefiero morir antes que eso”. Los niños mostraron una entereza, una fortaleza, una sabiduría y una serenidad, propias de los mártires.

Mensaje de santidad.

Francisco.

Francisco era un niño de carácter dócil y todos lo reconocían como un muchacho sincero, justo, obediente y diligente. Algo que incidió profundamente en su vida espiritual fueron las palabras del Ángel en su tercera aparición: “Consolad a vuestro Dios”. El Ángel les hizo comprender la tristeza y el desconsuelo que tenía Dios a causa de los pecados de los hombres y de su falta de arrepentimiento. Lo que tenemos que entender aquí es que la santidad no consiste en estar riendo sin sentido todo el tiempo, y que la tristeza, en este caso, no se debe a una causa psicológica, sino espiritual, pues el Ángel le comunicó, de algún modo, la misma tristeza que Jesús experimentó en el Getsemaní: “Mi alma está triste hasta la muerte”, y la tristeza de Jesús en el Getsemaní se debía a que veía la innumerable cantidad de almas que habrían de condenarse, a pesar de su sacrificio en cruz. Desde entonces, Francisco deseaba consolar a Nuestro Señor y a la Virgen, a quien, particularmente, le había parecido que estaba tan triste, sobre todo en la aparición en la que experimentaron el Infierno. Esto lo confirmó Sor Lucía después, cuando dijo que la Virgen en las Apariciones de Fátima no estaba alegre, sino “triste”. Cuando Francisco enfermó, le dijo a Sor Lucía: “¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que Él esté así. Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo”. Francisco se santificó, en gran medida, además de rezar el Rosario, por ofrecer sacrificios y su enfermedad a Jesús. En la víspera de su muerte se confesó y comulgó con los más santos sentimientos.
Es verdad que Jacinta y Francisco siguieron su vida normalmente después de las apariciones: por ejemplo, Lucia empezó a ir a la escuela tal como la Virgen se lo había pedido, y Jacinta y Francisco iban también para acompañarla. Cuando llegaban al colegio, pasaban primero por la Iglesia para saludar al Señor. Pero como Francisco sabía, porque la Virgen se lo había dicho, que no iba a vivir mucho tiempo en la tierra, porque lo iba a llevar al cielo, les decía a Lucia y Jacinta: “Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús Escondido (en el sagrario). ¿Qué provecho me hará aprender a leer si pronto estaré en el Cielo?”. Y diciendo esto, Francisco se iba tan cerca como era posible del Tabernáculo, a hacer Adoración Eucarística y allí lo encontraban en el mismo lugar, en profunda oración y adoración, cuando Lucia y Jacinta regresaban por la tarde.
De los tres niños, Francisco era el contemplativo y el que más se distinguió en su amor reparador a Jesús en la Eucaristía. Después de la comunión recibida de manos del Ángel, decía: “Yo sentía que Dios estaba en mi pero no sabía cómo era”.  En su vida se resalta la verdadera y apropiada devoción católica a los ángeles, a los santos y a María Santísima. Francisco quería ante todo consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de la humanidad. Durante las apariciones, era esto lo que impresionó al niño.
Francisco quería ofrecer su vida para aliviar al Señor, a quien él había visto tan triste por las ofensas de los hombres. No solo hacía reparación, sino que evitaba todo lo que pudiera implicar un pecado o una ocasión de pecado y, aunque tenía sólo siete años de edad, comenzó a aproximarse, frecuentemente al Sacramento de la Penitencia.
Una vez Lucia le preguntó: “Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o convertir a los pecadores?”. Y él respondió: “Yo prefiero consolar al Señor. ¿No viste qué triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no deben ofender más al Señor, que está ya tan ofendido? A mí me gustaría consolar al Señor y después, convertir a los pecadores para que ellos no ofendan más al Señor”. Y continuó: “Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora”. Deseaba ir al cielo, para allí consolar a Jesús y a María.
Luego de enfermar, y después de 5 meses de casi continuo sufrimiento, el 4 de abril de 1919, primer viernes, a las 10:00 a.m., murió santamente el niño que había dedicado su corta vida a consolar a Jesús en el sagrario. La felicidad que ahora experimenta para siempre en el cielo, compensa con creces los sacrificios que ofreció en la tierra a Jesús.

         Jacinta.

Jacinta era muy inteligente y muy alegre. Como todo niño, siempre estaba corriendo, saltando o bailando, aunque la pavorosa visión y experiencia mística del infierno la impresionó tanto, que vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno. Una vez exclamó: “¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!”. Al respecto, vale la pena recordar, con palabras de Lucía, en qué consistió esta visión del infierno. En una de las Apariciones, la Virgen les dijo: “Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: “¡Oh, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. Sor Lucía cuenta qué sucedió luego de estas palabras de la Virgen: “Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todo los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di un “ay” que dicen haber oído). Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzará otra peor (luego el mensaje continúa)”.
Lo que debemos tener en cuenta es que eran niños, y que fue la Virgen en persona quien no solo les mostró el Infierno sino que, en cierta medida, los llevó allí, pues ellos no solo vieron, sino que tuvieron una experiencia verdaderamente mística acerca de la realidad del Infierno. Aún más, si la Virgen les hizo tener esta experiencia del Infierno, eso quiere decir que fue el mismo Dios quien así lo dispuso. Muchos cuestionan que en Catecismo o que los padres, hablen del Infierno a los hijos; a estos tales, habría que decirles qué fue lo que pasó en Fátima. Por otra parte, la experiencia mística del Infierno significó para los niños un crecimiento en la vida espiritual enorme, al punto que vivieron en un estado de santidad permanente; lejos de quedar “traumatizados”, como se dice hoy, los hizo crecer en amor a Dios, a la Virgen, a los santos y a los ángeles, y además, los llevó a orar y a ofrecer sus vidas por amor a Dios y la salvación de los hombres, todo lo cual demuestra que la predicación de la doctrina del Infierno es un deber de todo católico –así imita a la Virgen y a Nuestro Señor- y un acto de caridad para los pecadores.
En el siguiente diálogo, queda registrado cómo era la manera en que los niños meditaban acerca de la eternidad y el infierno, según el relato de Sor Lucía: “Un día llegamos con nuestras ovejas al lugar escogido para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra. – Jacinta ven a jugar. – Hoy no quiero jugar. – ¿Por qué no quieres jugar? – Porque estoy pensando así: aquella Señora nos dijo que rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario tenemos que rezar las avemarías completas y el Padrenuestro entero. ¿Y qué sacrificios podemos hacer?”. Francisco pensó enseguida en un buen sacrificio: – Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el sacrifico de no comer. En poco tiempo, habíamos repartido nuestro fiambre entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más riguroso que el de los austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en su piedra y preguntó: – Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al infierno. ¿Pero que es el infierno? – Es una cueva de bichos y una hoguera muy grande (así me lo explicaba mi madre) y allá van los que cometen pecados y no se confiesan y permanecen allí siempre ardiendo. – Y ¿nunca más salen de allí? – No. – ¿Ni después de muchos años? – No, el infierno nunca se termina. – Y ¿el Cielo tampoco acaba? – Quien va al Cielo nunca mas sale de ahí. – Y ¿Y el que va al infierno tampoco? – ¿No ves que son eternos, que nunca se acaban? Hicimos por primera vez en aquella ocasión, la meditación del infierno y de la eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad que a veces jugando preguntaba: – Pero, oye ¿después de muchos, muchos años, el infierno no se acaba? Y otras veces: – ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren? ¿Y no se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por los pecadores, el Señor los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios también? ¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por ellos. Después añadía; – ¡Que buena es aquella señora. Ya nos prometió llevarnos al Cielo!”.
Luego de las Apariciones, Jacinta creció en su amor a Dios y su deseo de la salvación de las almas en peligro del infierno. Además, ocupaban sus pensamientos y su amor la gloria de Dios, la salvación de las almas, la importancia del Papa y de los sacerdotes, la necesidad y el amor por los sacramentos.
Jacinta tenía una devoción muy profunda al Corazón Inmaculado de María, lo que la llevó a amar profundamente al Sagrado Corazón de Jesús. Asistía a la Santa Misa diariamente y tenía un gran deseo de recibir a Jesús en la Santa Comunión en reparación por los pobres pecadores. Nada le atraía más que la Adoración Eucarística, el pasar tiempo en la Presencia Real de Jesús Eucaristía. Decía con frecuencia: “Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús”. Consciente del peligro que significan las cosas del mundo, Jacinta se separaba de todo lo mundano, para dedicarse a las cosas del cielo. Buscaba el silencio y la soledad para orar y contemplar. “Cuánto amo a Nuestro Señor”, decía Jacinta a Lucia, “a veces siento que tengo fuego en el corazón pero que no me quema”.
Desde la primera aparición, los niños buscaban como multiplicar sus mortificaciones y no se cansaban de buscar nuevas maneras de ofrecer sacrificios por los pecadores. Un día, poco después de la cuarta aparición, mientras caminaban, Jacinta encontró una cuerda y propuso el ceñir la cuerda a la cintura como sacrificio. Estando de acuerdo, cortaron la cuerda en tres pedazos y se la ataron a la cintura sobre la carne. Lucia cuenta después que este fue un sacrificio que los hacia sufrir terriblemente, tanto así que Jacinta apenas podía contener las lágrimas. Pero si se le hablaba de quitársela, respondía enseguida que de ninguna manera pues esto servía para la conversión de muchos pecadores. Al principio llevaban la cuerda de día y de noche pero en una aparición, la Virgen les dijo: “Nuestro Señor está muy contento de vuestros sacrificios pero no quiere que durmáis con la cuerda. Llevarla solamente durante el día”. Ellos obedecieron y con mayor fervor perseveraron en esta dura penitencia, pues sabían que agradaban a Dios y a la Virgen. Francisco y Jacinta llevaron la cuerda hasta en la última enfermedad, durante la cual aparecía manchada en sangre.
Luego de habérsele concedido ver en una visión los sufrimientos del Santo Padre, Jacinta comenzó a experimentar un gran amor por el Papa y a tener deseos de ofrecer sacrificios por él. Dice así Jacinta: “Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas”. En otra ocasión, mientras que en la cueva del monte rezaban la oración del Ángel, Jacinta se levantó precipitadamente y llamó a su prima: “¡Mira! ¿No ves muchos caminos, senderos y campos llenos de gente que llora de hambre y no tienen nada para comer... Y al Santo Padre, en una iglesia al lado del Corazón de María, rezando?”. Desde estos acontecimientos, los niños llevaban en sus corazones al Santo Padre, y rezaban constantemente por él. Incluso, tomaron la costumbre de ofrecer tres Ave Marías por él después de cada rosario que rezaban (es una costumbre que perdura hasta hoy).
La Virgen María no dejaba de escuchar las fervientes súplicas de estos niños, respondiéndoles a menudo de manera visiblemente. Tanto Francisco como Jacinta fueron testigos de hechos extraordinarios, como por ejemplo, los siguientes: en un pueblo vecino, a una familia le había caído la desgracia del arresto de un hijo por una denuncia que le llevaría a la cárcel si no demostrase su inocencia. Sus padres, afligidísimos, mandaron a Teresa, la hermana mayor de Lucia, para que le suplicara a los niños que les obtuvieran de la Virgen la liberación de su hijo. Lucía, al ir a la escuela, contó a sus primos lo sucedido. Dijo Francisco: “Vosotras vais a la escuela y yo me quedaré aquí con Jesús para pedirle esta gracia”. En la tarde Francisco le dice a Lucía: “Puedes decirle a Teresa que haga saber que dentro de pocos días el muchacho estará en casa”. En efecto, el 13 del mes siguiente, el joven se encontraba de nuevo en casa.
En otra ocasión, había una familia cuyo hijo había desaparecido como prodigo sin que nadie tuviera noticia de él. Su madre le rogó a Jacinta que lo recomendará a la Virgen. Algunos días después, el joven regresó a casa, pidió perdón a sus padres y les contó su trágica aventura. Después de haber gastado cuanto había robado, había sido arrestado y metido en la cárcel. Logró evadirse y huyó a unos bosques desconocidos, y, poco después, se halló completamente perdido. No sabiendo a qué punto dirigirse, llorando se arrodilló y rezó. Vio entonces a Jacinta que le tomó de una mano y le condujo hasta un camino, donde le dejo, indicándole que lo siguiese. De esta forma, el joven pudo llegar hasta su casa. Cuando después interrogaron a Jacinta si realmente había ido a encontrase con el joven, repuso que no pero que si había rogado mucho a la Virgen por él. Pero ellos no deseaban ser reconocidos, ni mucho menos.
Un día que se dirigían tranquilamente hacia la carretera, vieron que se paraba un gran auto delante de ellos con un grupo de señoras y señores, elegantemente vestidos. “Mira, vendrán a visitarnos...”, dijo Francisco. “¿Nos vamos?”, pregunta Jacinta. “Imposible sin que lo noten”, responde Lucía: “Sigamos andando y veréis cómo no nos conocen”. Pero los visitantes los paran: “¿Sois de Aljustrel?”. “Si, señores”, responde Lucia. “¿Conocéis a los tres pastores a los cuales se les ha aparecido la Virgen?”. “Sí, los conocemos”. “¿Sabrías decirnos dónde viven?”. “Tomen ustedes este camino y allí abajo tuerzan hacia la izquierda”, les contesta Lucía, describiéndoles sus casas. Los visitantes marcharon, dándoles las gracias y ellos contentos, corrieron a esconderse.
Francisco y Jacinta fueron muy dóciles a los preceptos del Señor y a las palabras de la Santísima Virgen María. Progresaron constantemente en el camino de la santidad y, en breve tiempo, alcanzaron una gran y sólida perfección cristiana. Al saber por la Virgen María que sus vidas iban a ser breves, pasaban los días con la fervorosa expectativa de entrar en el cielo, lo cual sucedió al poco tiempo, tal como la Virgen se los había anticipado.
El 23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta cayeron gravemente enfermos por la terrible epidemia de bronco-neumonía. Pero a pesar de que se encontraban enfermos, no disminuyeron en nada el fervor en hacer sacrificios; por el contrario, ofrecieron todas las incomodidades, las tribulaciones y los dolores que les sobrevinieron por esta enfermedad, que se complicó rápidamente, al no existir en esa época los antibióticos para combatirla. Hacia el final de febrero de 1919, Francisco desmejoró visiblemente y del lecho en que se vio postrado no volvió a levantarse. Sufrió con íntima alegría su enfermedad y sus grandísimos dolores, en sacrificio a Dios. Como Lucía le preguntaba si sufría. Respondía: “Bastante, pero no me importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor y en breve iré al cielo”. La alegría de ir al cielo le compensaba todos los sufrimientos. El día 2 de abril, su estado era tal que se creyó conveniente llamar al párroco. No había hecho todavía la Primera Comunión y temía no poder recibir al Señor antes de morir. Habiéndose confesado en la tarde, quiso guardar ayuno hasta recibir la comunión. El siguiente día, recibió la comunión con gran lucidez de espíritu y piedad, y apenas hubo salido el sacerdote cuando preguntó a su madre si no podía recibir al Señor nuevamente. Después de esto, pidió perdón a todos por cualquier disgusto que les hubiese ocasionado. A Lucia y Jacinta les añadió: “Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba”. Al día siguiente, el 4 de abril, con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido, expiró dulcemente. No tenía aún once años.
Jacinta sufrió mucho por la muerte de su hermano. Poco después de esto, como resultado de la bronconeumonía, se le declaró una pleuresía purulenta, acompañada por otras complicaciones. Un día le declaró a Lucía: “La Virgen ha venido a verme y me preguntó si quería seguir convirtiendo pecadores. Respondí que sí y Ella añadió que iré pronto a un hospital y que sufriré mucho, pero que lo padezca todo por la conversión de los pecadores, en reparación de las ofensas cometidas contra Su Corazón y por amor de Jesús. Dijo que mamá me acompañará, pero que luego me quedaré sola”. Y así fue. Jacinta y Francisco nos enseñan no sólo a no quejarnos de nuestros dolores y enfermedades, sino a ofrecerlos con alegría, por la conversión de los pecadores y el consuelo de los Sagrados Corazones de Jesús y María.
Por orden del médico fue llevada al hospital de Vila Nova donde fue sometida a un tratamiento por dos meses. Al regresar a su casa, volvió como había partido pero con una gran llaga en el pecho que necesitaba ser medicada diariamente. Mas, por falta de higiene, le sobrevino a la llaga una infección progresiva –sepsis- que le resultó a Jacinta un tormento. Era un martirio continuo, el cual sufría siempre sin quejarse. Intentaba ocultar todos estos sufrimientos a los ojos de su madre para no hacerla padecer más. Y aun le consolaba diciéndole que estaba muy bien. Durante su enfermedad confió a su prima: “Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María”. En enero de 1920, un doctor especialista le insiste a la mamá de Jacinta a que la llevasen al Hospital de Lisboa, para atenderla. Esta partida fue desgarradora para Jacinta, sobre todo el tener que separarse de Lucía. Al despedirse de Lucía le hace estas recomendaciones: “Ya falta poco para irme al cielo. Tú quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decirlo, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios la confió a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de toda la gente la luz que tengo aquí dentro en el pecho, que me está abrazando y me hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María”.
Su mamá pudo acompañarla al hospital, pero después de varios días tuvo ella que regresar a casa y Jacinta se quedó sola. Se cumplía lo que la Virgen le había dicho, que iba a quedar sola. Fue admitida en el hospital y el 10 de febrero tuvo lugar la operación. Le quitaron dos costillas del lado izquierdo, donde quedó una llaga ancha como una mano. Los dolores eran espantosos, sobre todo en el momento de la cura. Pero la paciencia de Jacinta fue la de un mártir. Sus únicas palabras eran para llamar a la Virgen y para ofrecer sus dolores por la conversión de los pecadores. Tres días antes de morir le dice a la enfermera: “La Santísima Virgen se me ha aparecido asegurándome que pronto vendría a buscarme, y desde aquel momento me ha quitado los dolores. El 20 de febrero de 1920, hacia las seis de la tarde ella declaró que se encontraba mal y pidió los últimos Sacramentos. Esa noche hizo su última confesión y rogó que le llevaran pronto el Viático porque moriría muy pronto. El sacerdote no vio la urgencia y prometió llevársela al día siguiente. Pero poco después, murió. Tenía diez años”. Antes de morir, Nuestra Señora se dignó aparecérsele varias veces. Estos son los consejos espirituales, dictados a su madrina, que nos deja Santa Jacinta Marto:
Sobre los Pecados:
-Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne.
-Si los hombres supiesen lo que es la eternidad harían todo por cambiar de vida. Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte, ni hacen penitencia.
Sobre las Guerras:
-Las guerras son consecuencia del pecado del mundo.
-Es preciso hacer penitencia para que se detengan las guerras.
Sobre las virtudes cristianas:
-No debemos andar rodeados de lujos.
-Ser amigos del silencio.
-No hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
-Tener mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al cielo.
-La mortificación y el sacrificio agradan mucho al Señor.
Tanto Jacinta como Francisco fueron trasladados al Santuario de Fátima. Los milagros que fueron parte de sus vidas, también lo fueron de su muerte. Cuando abrieron el sepulcro de Francisco, encontraron que el rosario que  le habían colocado sobre su pecho, estaba enredado entre los dedos de sus manos. Y a Jacinta, cuando 15 años después de su muerte, la iban a trasladar hacia el Santuario, encontraron que su cuerpo estaba incorrupto.
El 18 de abril de 1989, el Santo Padre, Juan Pablo II, declaró a Francisco y Jacinta Venerables.
El 13 de Mayo del 2000, el Santo Padre JPII los declaró beatos en su visita a Fátima, siendo los primeros niños no mártires en ser beatificados.

sábado, 18 de marzo de 2017

Solemnidad de San José, Esposo legal de María Virgen y Padre adoptivo del Hijo de Dios


Muerte de San José en brazos de Jesús y María.

         San José, Esposo legal de María Virgen y Padre adoptivo del Hijo de Dios
         San José es uno de los más grandes santos de la Iglesia, en quien resplandecen todo tipo de virtudes. Fue por esto, precisamente, que Dios lo eligió para que fuera el encargado, en la tierra, de custodiar los dos más grandes tesoros de Dios: María Santísima y el Niño Dios.
Con respecto a María Santísima y a su matrimonio con la Virgen, hay que decir que San José fue Esposo de la Virgen, pero un esposo meramente legal de María, puesto que él mismo fue virgen, de manera tal que se le puede decir: “Padre Virgen”, que conservó intacta su virginidad antes y durante el matrimonio legal con María Santísima. Al respecto, dice así San Pedro Damián: “No parece que fuese suficiente que sólo la Madre fuese virgen; es de fe de la Iglesia que también aquel que hizo las veces de padre ha sido virgen. Nuestro Redentor ama tanto la integridad del pudor florido, que no sólo nació de seno virginal, sino también quiso ser tocado por un padre virgen”. Con relación a María, JAMÁS hubo trato carnal, tal como sucede con los esposos humanos: todos los santos coinciden en que San José era más bien, hacia María, un custodio, y no esposo en el sentido terreno. Es en este sentido en que se pronuncia un santo como San Francisco de Sales: “María y José habían hecho voto de virginidad para todo el tiempo de su vida y he aquí que Dios quiso que se uniesen por el vínculo del santo matrimonio, no para que se desdijeran y se arrepintieran de su voto, sino para que se confirmasen más y más y se animasen mutuamente juntos durante toda su vida”. Entonces, siendo San José Padre Virgen y Esposo Casto y Puro, el amor profesado a María Virgen no era, de ninguna manera, un amor carnal, sino que era como un amor de hermanos, un amor casto, puro, de afecto fraterno, y no podía ser de otra manera, porque así como la Madre de Dios debía ser Virgen antes, durante y después del parto, porque no podía estar contaminada con amores profanos y mundanos, así también el Padre adoptivo de Jesús, debía ser, por la dignidad del Hijo a quien debía adoptar, y por la dignidad de la Esposa, Madre y Virgen a la que debía esposar, virgen, casto y puro. En algunos evangelios apócrifos –falsos- se afirma que San José era ya anciano cuando desposó a María y que había enviudado, porque había estado desposado previamente y de este matrimonio previo habría tenido hijos, todo lo cual es absolutamente falso[1]. Dice Santo Tomás de Aquino: “Se debe creer que José permaneció virgen, porque no está escrito que haya tenido otra mujer y la infidelidad no la podemos atribuir a tan santo personaje”.
Es por esto que repudiamos, con todas las fuerzas de nuestro ser, las impías declaraciones de Sor Lucía Caram[2], acerca de que San José y la Virgen María “tuvieron relaciones sexuales”, al tiempo que rezamos y pedimos para que la hermana se arrepienta de estas blasfemias y pida perdón a la Iglesia, a los fieles y, sobre todo, a la Virgen y a Nuestro Señor Jesucristo. Nosotros, de nuestra parte, rezamos en reparación, proclamamos la única verdad con relación al matrimonio meramente legal de María y José, y pedimos nuestra conversión y la de la hermana Lucía Caram.
Retomando nuestra semblanza sobre San José, podemos decir que, por sus virtudes como Esposo Fiel, es modelo y ejemplo para todo esposo que verdaderamente ame a su esposa: el amor verdadero y puro es fiel, único, indisoluble, ya que de ninguna manera, quien ama a su esposa con todo su corazón, puede llegar a tener lugar para otra mujer que no sea su esposa. San José es el Padre Virgen, el Esposo Fiel, caso y puro, modelo admirable de amor esponsal para todo esposo cristiano. La infidelidad revela que el amor es tan débil y escaso, que en el corazón del esposo infiel, hay lugar para otros amores, que no sean su esposa legítima, lo cual no sucede, absolutamente hablando, en San José.
San José es modelo también de Padre, porque si bien es Padre adoptivo de Jesús, puesto que el Padre verdadero de Jesús es Dios Padre -ya que Jesús es Dios Hijo y por lo tanto procede del Padre desde la eternidad-, San José fue elegido por Dios Padre para que lo representara, en la tierra, en su rol paterno, para que ejerciera la paternidad en la tierra con su Hijo encarnado, así como Dios Padre es Padre de Dios Hijo en la eternidad, en los cielos. Esto es un privilegio que, por sí mismo, habla de las virtudes, en grado excelso, de San José, porque es Dios Padre quien lo elige para que sea Custodio y Padre adoptivo de su Hijo, el Verbo Eterno encarnado. San José es modelo para todo padre, porque dedica toda su vida, todos sus esfuerzos, todo su amor, a la educación de su Hijo y a la atención de su Esposa, trabajando incansablemente, arduamente, todos los días de su vida, incluso hasta su muerte, para que no les faltara el pan de cada día a su familia. Al respecto, hay que notar cómo San José trabaja para conseguir el pan material, para alimentar a Aquél que es el Pan de Vida eterna, que alimenta nuestras almas con la substancia misma de Dios. Y con respecto al trabajo –es ejemplo de cómo santificarnos en el trabajo, consagrándolo a Dios, porque su trabajo está dedicado a la Virgen y a Jesús-, según un libro que, se dice que fue dictado por la Virgen[3], San José murió precisamente, trabajando o a causa del trabajo. Según este libro, San José y Jesús habían salido a hacer un trabajo de carpintería, encargado en un pueblo vecino, para lo cual debían atravesar una montaña y recorrer un camino relativamente largo. Lo que sucedió fue que, como era invierno, y habiendo ya recorrido un largo trecho, comenzó a nevar y la temperatura descendió mucho, con lo cual San José enfermó de neumonía. Jesús, con todo el dolor de su Corazón, trató de abrigar a su Padre con su mismo Cuerpo, y lo llevó de regreso a Nazareth, donde esperaba la Virgen, que algo presentía. Al llegar, ya era tarde, porque la neumonía había avanzado mucho, y San José terminó muriendo, por esta causa, pero su muerte fue la más hermosa de todas las muertes, porque murió en brazos de Jesús y María, llenándose su alma de paz y amor celestial en el momento de morir, como anticipo del amor, la alegría y la paz que habría de experimentar en el Reino de los cielos, para siempre. Por que vivió y murió con Jesús y María, San José es Patrono de la vida bienaventurada y de la muerte cristiana y santa.
Por último, San José es modelo y maestro para todo adorador eucarístico, porque en su tarea de ser Padre adoptivo de Jesús, San José, al tiempo que educaba a Dios Hijo, no podía dejar de asombrarse y de maravillarse, al comprobar que ese Niño, al cual él educaba y criaba, era su mismo Dios, Creador, Santificador y Redentor. Es decir, San José, podemos decir, vivía en un estado de “adoración eucarística perpetua”, porque el Niño al cual él educaba y contemplaba con todo el amor de su corazón, era su propio Dios, el Dios que lo había creado, el Dios que lo habría de redimir con su Cruz, el Dios que lo habría de santificar y glorificar en el Reino de los cielos. Así como San José contemplaba, amaba y adoraba a su Hijo Jesús, que era Dios pero que estaba oculta su divinidad por el velo de su humanidad, así también entonces nosotros debemos contemplar, amar y adorar a Cristo Dios, que es el Dios de la Eucaristía, Presente en Persona con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, aunque oculta su divinidad a los ojos corporales, bajo la apariencia de pan. Por esta razón, todo el que desee ser Adorador Eucarístico –o si, ya lo es, pero quiere adorar más y mejor la Eucaristía-, debe encomendarse a San José, Modelo y Maestro de los Adoradores Eucarísticos, para que en el silencio de la oración y en lo más profundo del corazón, enseñe a los Adoradores a amar, contemplar y adorar a su Hijo Jesús, Presente en la Eucaristía.



[1] Cfr. Historia de José el carpintero; Protoevangelio de Santiago; Evangelio de Tomás.
[2] Para conocer un poco más acerca de las penosas y lamentables declaraciones de Sor Lucía Caram, consultar el siguiente sitio: https://www.aciprensa.com/noticias/dominica-lucia-caram-asegura-que-la-virgen-maria-y-san-jose-tenian-sexo-38832/
[3] Cfr. Santiago Marín, El Evangelio secreto de la Virgen María, Editorial Planeta Testimonio, Barcelona 1996.

Los siete dolores y gozos de San José: Sexto Dolor y Sexto Gozo


       San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

Sexto Dolor: Si el Quinto Dolor había sido provocado por un rey -el rey Herodes, que quería dar muerte a su Hijo Jesús-, el Sexto Dolor también es provocado por otro rey, en este caso, Arquelao, sucesor de su padre Herodes (Mt 2, 22), en quien se personifican los enemigos de Jesús, tanto los naturales –hombres- como preternaturales –ángeles caídos-: el Demonio utiliza a hombres ambiciosos de poder, codiciosos y ávidos de tesoros mal habidos, con sus corazones pervertidos por la lujuria, para perseguir al Niño Dios y también a todos los que, en el curso de los siglos, habrían de ser discípulos del Hijo de Dios Encarnado. El Ángel le advierte, también en sueños, que debe regresar a Nazareth, pero a causa del peligro que supone el rey Arquelao, debe hacerlo San José por otro camino. Esto supone para San José una nueva fuente de preocupación y angustia, porque debe emprender un nuevo viaje, largo y peligroso, en el que su Esposa amada, María Santísima, y el Niño Dios, estarán expuestos a los peligros del camino, con lo cual San José extremará todas las precauciones, para conducir a la Sagrada Familia de regreso, sana y salva. Emprende así San José el regreso, guiando a la Sagrada Familia, hacia Nazareth, pues debía cumplirse lo anunciado, de que el Mesías debía llamarse “Nazareno” (cfr. Mt 2, 23). Al llegar, se establecieron en lo que había sido su antigua casa, pobre y humilde, pero llena del amor, la alegría, la paz de Dios, pues en la Sagrada Familia, perseguida a causa del Nombre tres veces Santo de Jesús, se cumplían todas las Bienaventuranzas, pero en especial una de ellas: “Bienaventurados seáis cuando proscriban vuestro nombre a causa del Hijo de Dios” (Lc 6, 22). Con respecto a sus enemigos, a aquellos que querían dar muerte a su Hijo, no había en el corazón de San José –como tampoco en el de María y Jesús- no solo odio o rencor, sino ni siquiera el más mínimo enojo hacia sus enemigos, estando además su corazón lleno del Amor de Dios, con lo que San José vivía a la perfección el mandato de Jesús, de “amar a los enemigos” (cfr. Mt 5, 44), con lo cual el Santo Patriarca nos da ejemplo de cumplimiento perfecto del Mandato de la Caridad de Jesús, en el que están comprendidos, en primer lugar, nuestros enemigos.

Sexto Gozo: lo experimenta San José en su regreso, con la Sagrada Familia a salvo, a Nazareth, en donde Jesús, José y María vivirán unos años de serena paz, de celestial armonía y de amor sobrenatural. En Nazareth, San José será testigo, en primera persona, de un prodigio que nunca dejó de causarle asombro y alegría, y era el de comprobar cómo ese Hijo adoptivo suyo, a quien él debía educar con todo amor paterno, era al mismo tiempo su Dios, el mismo Dios Creador, que había creado su alma y que ahora, luego de ser educado por él, al llegar a la vida adulta, sería su Redentor y, al enviar al Espíritu Santo una vez resucitado, sería su Santificador. San José no dejaba de maravillarse considerando este misterio: ese Niño, al que él educaba y criaba, y lo veía crecer “en estatura, en gracia y sabiduría”, era, al mismo tiempo que Niño, su Dios, que era Creador, Redentor y Santificador. También San José, al igual que la Virgen “meditaba estas cosas en su corazón”, llenándose su alma de una alegría y de una paz inconmensurables. Así, San José, con el Sexto Gozo, el de ver crecer a su Hijo Dios y en el contemplar en su divinidad, nos enseña que en la contemplación de Cristo Jesús, sobre todo en la Cruz y en su Presencia sacramental en la Sagrada Eucaristía, está la fuente de la felicidad, esa felicidad que todo hombre busca desde que nace y que el mundo nos engaña ofreciéndonos placeres terrenos y concupiscibles en donde esta felicidad no se encuentra. Con el Sexto Dolor, San José nos enseña que la verdadera y única felicidad, en esta vida, se deriva de la contemplación de su Hijo Jesús, Presente en Persona en la Eucaristía, por lo que, junto con María, Maestra de los Adoradores Eucarísticos, también San José es Maestro de los Adoradores Eucarísticos.

Oh glorioso Patriarca San José, por el dolor que experimentaste al saber que el rey Arquelao perseguía a tu Hijo y por el gozo que inundó tu corazón casto y puro al verlo crecer en Nazareth, te suplicamos que nos enseñes a confiar en Jesús ante las tribulaciones y a adorarlo en su Presencia Eucarística. Amén.

Padrenuestro, Ave y Gloria.


viernes, 17 de marzo de 2017

Los siete dolores y gozos de San José: Quinto Dolor y Quinto Gozo


San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

Quinto Dolor: el Quinto Dolor lo experimenta San José cuando es advertido por el Ángel acerca del grave peligro que corre su Hijo debido a que el rey Herodes quiere matarlo, con lo cual debe disponer todo, como jefe de la Sagrada Familia de Nazareth, para huir a Egipto y poner a salvo a Jesús y a María, sus dos únicos tesoros en la vida. Dice así la Sagrada Escritura: “El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo” (Mt 2, 13-23). Así se cumplió la Escritura que decía: “Desde Egipto llamé a mi Hijo” (Os 11, 1)”. El rey Herodes, solo por celos y porque temía que el Niño Dios le quitara su reyecía, decide matarlo, sin importarle que sea un niño pequeño, y esto le provoca un gran dolor a San José, que debe huir a Egipto, siguiendo las indicaciones del Ángel. La Sagrada Familia, guiada por San José, debe abandonar rápidamente su hogar para emprender un largo y peligroso camino. En esta huida, están representados y contenidos todos los cristianos que, a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos, habrían de ser hostigados, perseguidos, e incluso asesinados, por causa de su fe en Jesucristo, porque la Sagrada Familia es perseguida no por los simples celos de un rey terreno, sino porque el Demonio, que odia a Dios, se vale de un rey sediento de poder y enceguecido por la codicia, para perseguir al Hijo de Dios y tratar de darle muerte. En su Niño, que aunque pequeño e indefenso, es sin embargo buscado para ser asesinado, están representados también todos los niños pequeños que, a lo largo de los siglos, serán víctimas del peor de los crímenes, el ser asesinados por el aborto, en el seno de sus madres. San José se duele por la persecución de su Hijo, por la angustia que experimenta María Virgen, y por todos los niños que morirán abortados y, en silencio, mientras hace los preparativos para poner a salvo a la Sagrada Familia, llora amargas lágrimas de dolor.

Quinto Gozo: el Quinto Gozo se da para San José en medio de la tribulación que significaba el saber que su Hijo estaba amenazado de muerte y en medio de las incertidumbres que comportaba un viaje tan peligroso como el de huir a Egipto, y este gozo, que es consuelo y alegría sobrenatural para su alma, lo experimenta el Santo Patriarca al contemplar –unido en la oración con su Esposa legal, María Santísima- a su Hijo adoptivo, porque en la contemplación de su Hijo, que es Dios Hijo, recibe San José todo lo que Dios Es y da a quien lo contempla con fe y amor: paz, alegría, gozo celestial, sabiduría, amor, vida divina. En medio de tanta tribulación, el consuelo y gozo de San José consiste en contemplar, amar y adorar a su Hijo Dios, y así nos enseña a nosotros que nuestro único consuelo, en medio de las tribulaciones de la vida, consiste en contemplar, amar y adorar a Jesús Eucaristía, guiados en la oración y en la adoración por María Santísima.

Oh glorioso San José, por el dolor que sufriste al enterarte de las amenazas de muerte hacia tu Hijo por parte de Herodes y por el gozo que experimentaste en tu casto y puro corazón, al contemplar al Niño Dios, te pedimos que intercedas por todos los cristianos perseguidos por odio a la fe, para que se vean libres de sus perseguidores, y te pedimos que intercedas también por todos los niños que, en el misterio de la iniquidad, se encuentran en riesgo de sufrir la muerte por aborto, para que, quienes procuran el aborto se arrepientan a tiempo y, encontrando la paz del corazón en la adoración de Jesús Eucaristía glorifiquen, con nosotros y los ángeles y santos del cielo, en el tiempo y en la eternidad, al Cordero de Dios, Cristo Jesús. Amén.


 Padrenuestro, Ave y Gloria.

martes, 14 de marzo de 2017

Los siete dolores y gozos de San José - Cuarto Dolor y Cuarto Gozo


San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

Cuarto Dolor: el corazón santo y puro de San José se sobresalta con el Cuarto Dolor en el momento en que, ingresando al templo con María Santísima, que lleva en sus brazos al Niño Dios, escucha de labios del anciano y santo Simeón que “una espada de dolor” habría de atravesar el Corazón de su Esposa y que su Hijo adoptivo habría de padecer para ser la salvación de muchos. Los dos amores de San José, la Virgen y Jesús, son la causa del dolor que atenaza su corazón, al saber que, según los designios divinos, ambos habrían de sufrir, su Hijo en la cruz y la Virgen al pie de la cruz, participando de los dolores de su Hijo. Y aunque todavía falta mucho tiempo para que estas profecías lleguen a su culmen, San José no puede dejar de estremecerse con este Cuarto Dolor, regalo de Dios, quien así lo hace partícipe de la Pasión salvadora del Redentor.

         Cuarto Gozo: al Cuarto Dolor le sigue inmediatamente el Cuarto Gozo, cuando San José escucha, también de labios de Simeón, que el dolor de su Hijo será la salvación de innumerables almas. Así, San José se convierte en modelo para los padres que experimentan el dolor más grande, como la pérdida de un hijo, porque cuando el dolor se ofrece con fe, con mansedumbre y con amor a Dios, se convierte en fuente de salvación para la propia alma y para muchas otras más. La alegría de San José se debe al hecho de saber que, por la muerte de su Hijo Jesús, el Mesías anunciado por los profetas, los enemigos del hombre, como la muerte, el pecado, el infierno, serán derrotados para siempre, al tiempo que Jesús abrirá a los hombres el ingreso al Reino de los cielos. San José experimenta por anticipado, en el Cuarto Gozo, la alegría de las almas que serán salvadas por el Mesías, su Hijo Jesús.
San José, Padre adoptivo de Jesús, por el dolor que experimentó tu corazón al conocer que tu Esposa y tu Hijo habrían de sufrir por la salvación de los hombres, y por el gozo con el que te alegraste por todas las almas que por el sacrificio de tu Hijo se habrían de salvar, te suplicamos que intercedas para que también nosotros sepamos unir nuestros dolores y alegrías a la Cruz de Jesús. Amén.


Padrenuestro, Ave María, Gloria.

Los siete dolores y gozos de San José: Tercer Dolor y Tercer Gozo


San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

         Tercer Dolor: En el momento en el que San José acompaña a María Santísima al templo, para ser circuncidado, experimenta el Tercer Dolor. Cuando su Hijo adoptivo derrama su primera Sangre, a través de la primera herida, San José siente dolor, pensando que es sólo el anticipo de lo que habrá de sufrir su Hijo quien, según las palabras de Simeón, es el Salvador de la humanidad. La Sangre derramada de su Hijo Jesús lavará los pecados de todos los hombres, siendo esta primera Sangre derramada por la circuncisión está destinada, de modo particular, para los niños y jóvenes, para preservarlos de la impureza y del primer pecado mortal. En silencio, San José ofrece el Tercer Dolor de su corazón, pidiendo para que esa Sangre alcance a todos los niños y jóvenes del mundo, hasta el fin de los tiempos.

         Tercer gozo: Lo experimenta San José cuando, siguiendo las indicaciones del Ángel, llaman al Niño Dios según el nombre que Dios mismo ha elegido: Jesús. San José se alegra por este nombre, porque es el Nombre Santísimo dado a los hombres, fuera del cual no hay salvación. Quienes quieran salvarse, deberán pronunciar el Nombre tres veces Santo de Jesús, no solo con los labios, sino desde lo más profundo del corazón. Es el Nombre que habrá de derrotar a los principados del Abismo, al Pecado y a la Muerte; es el Nombre que habrá de dar a los hombres la vida divina de la gracia; es el Nombre que salvará a la humanidad de la eterna condenación; es el Nombre que pronunciará el pecador en el momento de su muerte, para recibir del Corazón de Jesús los inagotables tesoros de su Divina Misericordia.

         Oh San José, por el dolor que experimentaste en la circuncisión de Jesús y por el gozo que invadió tu alma al pronunciar por primera vez el Dulce Nombre de Jesús, intercede para que nuestros labios no proclamen nunca como Salvador a nadie que no sea tu Divino Hijo Jesús.

Padrenuestro, Ave María, Gloria.



sábado, 11 de marzo de 2017

Los siete dolores y gozos de San José: Segundo Dolor y Segundo Gozo


San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

Segundo Dolor: San José experimentó el Segundo Dolor antes del Nacimiento de Jesús, al comprobar cuán duro es el corazón del hombre sin Dios, que llega al extremo de negar albergue a una familia en apuros, como lo era la Sagrada Familia de Nazareth en esos momentos. San José sufrió su Segundo Dolor después de pedir en vano, al menos un pequeño lugar para su Esposa, encinta y a punto de dar a luz, por lo que se vio obligado a buscar, en las afueras de la ciudad, un lugar para que su Hijo pudiera nacer. No había lugar, en las ricas, festivas y luminosas posadas de Belén, para Dios Hijo que venía a este mundo: estas posadas, con sus risas y alegrías mundanas, con sus mesas rebosantes de comida y bebida, que a pesar de su abundancia no tienen lugar para la Madre de Dios y su Hijo, son figura de los corazones de los hombres sin Dios: en apariencia, viven en la despreocupación y la abundancia de lo material y la satisfacción de lo sensual, les proporcionan una falsa sensación de que es posible vivir sin Dios, sin su Ley de Amor, sin sus Mandamientos, y es por eso que, detrás de la alegría mundana, esconden un gran egoísmo y una gran soberbia.

         Segundo Gozo: el corazón de San José se llena del Segundo Gozo en el momento del Nacimiento, milagroso y virginal, de su Hijo, en el Portal de Belén. San José exulta con el Segundo Gozo al comprobar la maravillosa transformación del Portal de Belén, oscuro, frío y refugio de animales antes del Nacimiento, y luminoso, cálido y Hogar del Niño Dios, luego del Nacimiento. El Portal de Belén, un lugar pobre y oscuro, utilizado por los campesinos para refugio de sus animales de trabajo –el buey y el asno- representa a los corazones de los hombres que, a pesar de que no poseen la gracia de Dios y a pesar de su extrema pobreza y miseria, sin embargo permiten la entrada en sus vidas de la Madre de Dios. Y cuando entra la Madre de Dios en ellos, da a luz a su Hijo Jesús, Luz del mundo, que con su Luz divina ilumina la oscuridad de los corazones, con el Fuego de Amor de su Sagrado Corazón enciende en el Divino Amor a los hombres y con su Presencia Divina convierte al corazón del hombre, de “nada más pecado”, en “templo del Espíritu Santo y sagrario del Hombre-Dios”. San José experimenta el Segundo Gozo al comprobar cómo el corazón humano es convertido, por la gracia santificante, en morada santa del Niño Dios.
Oh bienaventurado San José, por el dolor que sufriste al comprobar cómo tu Hijo no tenía lugar en los corazones mundanos y por el gozo de ver la transformación de los corazones por la gracia, te suplicamos que intercedas para que, alejados del mundo y sus vanas atracciones, seamos siempre capaces de alojar a Jesús en nuestros pobres corazones. Amén.

Padrenuestro, Ave y Gloria.

Los siete dolores y gozos de San José: Primer Dolor y Primer Gozo


San José, Esposo casto y puro y meramente legal de María Santísima, era también Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth. Como jefe de la Sagrada Familia, experimentó los dolores, gozos y tribulaciones de las familias terrenas, pero en su caso, tanto sus dolores como sus gozos, adquirieron una dimensión sobrenatural, porque participó, de modo eminente, de la santidad de su Hijo y de su Esposa. Ofrecemos la meditación de sus Siete Dolores y Gozos en honor a San José, al tiempo que le pedimos que interceda para que lo imitemos en su más grande virtud: el amor casto y  puro a la Madre de Dios y a su Hijo adoptivo Jesús.

         Primer Dolor: San José experimenta el Primer Dolor cuando, estando desposado legalmente con María, y antes de convivir, se entera que María está embarazada. No podía saber, de ninguna manera, que el fruto del vientre de María Santísima, su Esposa, no provenía de hombre alguno, sino de Dios, Uno y Trino; San José no podía saber que la Santísima Trinidad en Persona había elegido, en primer lugar, a María Santísima, para que sea la Única creatura digna de un doble privilegio, el ser Madre y Virgen al mismo tiempo; no podía saber San José que el Niño engendrado en María no era fruto de un amor humano, sino del Divino Amor, porque era la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo, el que había llevado, por voluntad de Dios Padre, a Dios Hijo, desde el seno del Eterno Padre, al seno de la Virgen Madre; no podía saber, San José, que la Concepción de María era fruto del Amor de Dios y no de un amor humano y que la fecundación fue milagrosa y no al modo humano. Porque San José no sabía nada de esto, experimenta un profundo dolor, el Primer Dolor, pero para no hacer quedar en evidencia a su amada Esposa, decide abandonarla en silencio, con su corazón estrujado por el dolor de creer que su amada Esposa le había sido infiel.

         Primer Gozo: el Primer Dolor de San José es quitado cuando el Arcángel, en sueños, le revela la verdad celestial y sobrenatural del embarazo de su Esposa, dando así lugar al Primer Gozo. Mientras dormía, el Arcángel le dice a San José: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque el Niño que se ha engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). La revelación del Ángel no solo le quita el dolor de creer que María había concebido de otro varón que no fuera él, sino que le concede el gozo celestial de saber no solo que su Esposa siempre le había sido fiel y en ningún momento había roto la promesa nupcial, sino que además le revela que “el Niño que se ha engendrado en María es del Espíritu Santo”. San José experimenta así el Primer Gozo, el de saber que su Esposa siempre le había sido fiel y el de saber que sería Padre Adoptivo del Hijo de Dios Encarnado, llevado al seno virgen de María por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. El Primer Gozo de San José está formado entonces, por dos alegrías: que María era Virgen y Madre de Dios, al tiempo que Esposa Siempre Fiel y que el Hijo concebido en María era Dios Hijo encarnado.

         San José, esposo casto de María Santísima, por el dolor que experimentaste al pensar que deberías abandonarla y por el gozo que inundó tu nobilísimo corazón cuando por el anuncio del ángel supiste que el Hijo de María era el Hijo de Dios, concebido por el Espíritu Santo, te suplicamos que intercedas para que crezcamos cada día en el amor a la Virgen y a Jesús. Amén.


Padrenuestro, Ave y Gloria.

viernes, 3 de marzo de 2017

El Sagrado Corazón late en la Eucaristía


         La aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacquoque constituye una de las mayores gracias que jamás un alma pueda recibir, porque además del crecimiento espiritual y la predilección en el amor que la aparición supone para Santa Margarita, la santa se constituye en un instrumento o medio para la santificación de centenares de miles de almas. Cuando se considera la aparición y todo lo que esta trae aparejado, los innumerables beneficios espirituales, tanto para la persona de la santa como para la Iglesia universal, no puede dejar de ponderarse el grado de predilección en el Amor por parte de Dios, que la elige a ella, entre miles de consagradas, para que sea destinataria de tan maravillosa devoción, como es la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Ahora bien, si de parte de Dios es una muestra de amor de predilección, de parte de Santa Margarita –estamos hablando de una santa-, no existe mérito alguno para recibir tan grande muestra de amor, y esto, dicho por el mismo Jesús. En efecto, Jesús le dice que la ha elegido a ella por ser “un abismo de miseria, indignidad e ignorancia”. Es decir, por parte de la elegida, no hay mérito alguno para una muestra tan abismal de amor por parte de Dios; es más, parecería que la falta de mérito –abismo de miseria, indignidad e ignorancia-, sería, paradójicamente, el “mérito” que la hace digna de ser la destinataria del Amor del Corazón de Jesús.
         A nosotros, Jesús no se nos aparecerá como el Sagrado Corazón; sin embargo, no podemos decir que no somos afortunados como Santa Margarita, por el contrario, podemos decir que somos infinitamente más afortunados que ella. ¿Por qué? Porque cuando se le apareció, Jesús solo se le apareció, pero no la alimentó con su divina substancia; en cambio, a nosotros, nos da, como alimento de nuestras almas, su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía; a Santa Margarita le pidió su Corazón para introducirlo en el suyo y se lo devolvió convertido en una imagen del suyo; a nosotros, en cambio, nos da su propio Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, para encender nuestros corazones con estas divinas llamas y esto constituye una muestra de Amor de predilección infinitamente más grande que el que demostró a Santa Margarita en las apariciones. Por último, al igual que Santa Margarita, tampoco somos dignos, ni siquiera mínimamente, de tanto amor, porque si Santa Margarita era un “abismo de miseria, indignidad e ignorancia”, mucho más lo somos nosotros –al menos quien les habla-, que por el solo hecho de vivir en la tierra, no somos santos, porque nadie en estado de viador puede recibir ese nombre, y en el mejor de los casos, somos pecadores que buscan la santidad.

         Postrados ante su Presencia Eucarística y en acción de gracias por su Amor Misericordioso, le digamos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús: “Oh Sagrado Corazón de Jesús, que lates en la Eucaristía y te dignas entrar, por la Comunión Eucarística, a la mísera morada de mi alma, te suplico que te dignes tomar mi pobre corazón como altar en el cual pueda yo adorarte, bendecirte, alabarte y darte gracias por tu infinito Amor Misericordioso. Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, sé Tú mi refugio, mi fortaleza y mi amparo ante la Divina Justicia. Cúbreme con tu Sangre, para que me sirva de divina protección contra el pecado mortal, contra las tentaciones, contra los falsos atractivos del mundo, contra las acechanzas del demonio; que tu Sangre purifique mi alma, borrando y cancelando todo aquello que, naciendo de mi corazón pecador, ofenda a tu Divina Majestad. Oh Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que vienes a mi pobre e insignificante corazón por la Comunión Eucarística, me postro ante tu Presencia Eucarística y te suplico que tu Sangre, derramándose sobre el abismo de miseria, indignidad e ignorancia que es mi alma, inunde este abismo de iniquidad con tu gracia y tu vida divina, y concédeme también la gracia de que mi corazón, y los de mis seres queridos, sean convertidos en imágenes vivientes de tu Sagrado Corazón. Oh Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que seas carne en mi carne, sangre en mi sangre, hueso en mis huesos, para que todo aquel que me vea, Te vea; el que me oiga, Te oiga. Amén”.