San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 13 de febrero de 2014

San Valentín dio la vida por el amor puro y santo de los novios en Cristo


         Según la tradición, el sacerdote San Valentín arriesgaba su vida para casar cristianamente a las parejas durante el tiempo de persecución. Con San Mario y su familia socorría a los presos que iban a ser martirizados durante la persecución de Claudio el Godo. Precisamente, se encontraba en esta tarea cuando fue aprehendido y enviado por el emperador al prefecto de Roma, quien al comprobar que sus intentos de hacerlo renunciar a la fe en Jesucristo eran vanos, mandó que lo golpearan con mazas y después lo decapitaran. Esto ocurrió el 14 de febrero del año 269, según el martirologio romano.
         Puede afirmarse que San Valentín dio su vida por Cristo y por el amor puro y santo de los novios en Cristo porque, como vimos más arriba, arriesgaba su vida para que recibieran el sacramento del matrimonio las parejas en tiempos en que arreciaba la persecución por parte del emperador romano. El emperador, que era pagano, además de oponerse al sacramento cristiano por motivos de su creencia pagana, lo hacía por conveniencia estratégica: necesitaba hombres para su ejército y veía en el matrimonio un impedimento para engrosar sus filas. Pero San Valentín se oponía principalmente a la convivencia concubinaria de los novios por el hecho de ser opuesta al verdadero amor de novios, al amor casto y puro de Cristo que emana de la Cruz y que prepara para el amor esponsal. Cuando el amor que une a los novios es el amor casto y puro de Cristo, tanto más se acerca al amor esponsal y tanto más los prepara para el sacramento del matrimonio, y como este amor es más espiritual que carnal y pasional, se asemeja mucho a la perfección del amor esponsal, aún sin serlo, y por lo tanto concede a los novios no solo una gran estabilidad emocional y psíquica, sino ante todo serenidad, paz, confianza mutua, alegría y, principalmente, la seguridad de saber de que se ha encontrado el amor que Dios había destinado desde la eternidad para uno mismo.
         Por el contrario, cuando los novios no se aman en Cristo, sino egoístamente, en sí mismos, todo cambia: ni siquiera pueden ser llamados “novios”, porque esa palabra se aplica a quienes se aman con el amor puro y casto de Cristo, por lo que deben buscarse otra palabra que los identifique, como “amantes”, o algo por el estilo; el amor tampoco es espiritual ni se eleva a la perfección del amor esponsal, sino que desciende y se degrada a la imperfección de la pasión carnal y de la satisfacción genital; lejos de la estabilidad emocional y psíquica, hay desequilibrio de las pasiones y lejos de la seguridad de haber encontrado al amor de la vida, se tiene la certeza de haber encontrado a alguien que no sabe dónde va ni a qué fines.
         El celo sacerdotal de San Valentín es sumamente valioso y tanto más en nuestros días, cuando el noviazgo católico se ha desvirtuado al colmo de la perversión, al extremo de que se piensa que estar de novios es tener relaciones prematrimoniales y que “festejar” el noviazgo es enviarse fotos sexuales[1].
         En las antípodas de esta perversión que degrada al hombre a un estadio más bajo que las bestias -en efecto, las bestias irracionales nada malo hacen cuando usan de su sexualidad animal, porque así lo ha dispuesto el Creador; en cambio, cuando el hombre usa su sexualidad fuera del plan divino de salvación y fuera del amor casto y puro de Cristo, se degrada más bajo que los animales-, San Valentín deseaba que los novios se amaran con el amor casto y puro de Cristo, como modo de alcanzar el amor perfecto de los esposos, el amor esponsal, que es el amor con el cual Cristo Esposo ama a la Iglesia Esposa por la eternidad, y que es el amor con el cual la amó desde la cruz. 
       El amor casto y puro que llega hasta la muerte de cruz es el signo de que los novios se aman con amor puro y verdadero, el amor de Cristo. 

jueves, 6 de febrero de 2014

Las espinas que rodean al Sagrado Corazón de Jesús


         Cuando Jesús murió en la cruz, estaba coronado de espinas. Al resucitar, esa corona había desaparecido. Sólo quedaba, como recuerdo de su Pasión, las llagas de sus manos y de sus pies y la llaga abierta de su costado, de las cuales ya no manaba Sangre, sino Luz gloriosa.
         Sin embargo, cuando Jesús se le apareció a Santa Margarita María de Alacquoque, al mostrarle su Corazón, este se encontraba, además de abierto por la lanza y envuelto en las llamas del Espíritu Santo y con la Cruz en su base, rodeado de una corona de espinas, con lo cual, la corona de espinas con la cual Él murió en la cruz, nunca le fue quitada con la Resurrección, sino que le fue quitada de la Cabeza y de la Cabeza le fue trasladada al Corazón.
         ¿Por qué? ¿Cuál es el significado?
         El significado es que, si bien Jesús murió y resucitó y ascendió a los cielos y está glorioso y resucitado en los cielos y en la Eucaristía y ya no muere más y ya no sufre más, es verdad también que la Pasión de Cristo continúa, misteriosamente, en su Cuerpo Místico y continuará hasta el fin de los tiempos. La corona de espinas en la cabeza -que es la materialización de nuestros pecados, desde el pecado más insignificante, hasta el pecado mortal más abominable-, que estaba en la cabeza de Jesús crucificado aparece luego rodeando al Sagrado Corazón para representar precisamente este hecho: que así como los hombres continuarán pecando hasta el fin de los tiempos, así también la Pasión redentora de Jesús continuará hasta el fin de los tiempos. Hasta el Último Día, el Sagrado Corazón de Jesús continuará latiendo y redimiendo con sus latidos de Amor el pecado y la malicia de los hombres, representado y materializado en la corona de espinas que lo rodea y lo estrecha fuertemente. Es por esto que el que vive en gracia, alivia y repara los terribles dolores del Sagrado Corazón; el que vive en pecado, provoca lacerantes y desgarradoras heridas al Corazón de Jesús.

miércoles, 5 de febrero de 2014

San Pablo Miki, sus compañeros mártires y el Espíritu Santo




         Cuando se revisa, con la distancia de los años, la escena del martirio de San Pablo Miki y la de sus compañeros mártires, hay algo en la historia que no parece cuadrar. Por un lado, se destaca la extrema crueldad que aplican sus ejecutores: a todos los integrantes del grupo de 26 mártires, entre los cuales se encontraban tres niños de trece años que eran monaguillos, antes de ejecutarlos, les cortaron la oreja izquierda y, sin hacerles curaciones de ningún tipo y sin ningún tipo de abrigo especial, los obligaron a emprender una larga caminata en pleno invierno hasta el lugar del martirio, durante un mes, recorriendo numerosos pueblos, para que sirvieran de escarmiento y atemorizar a los que quisieran convertirse al cristianismo.
         Una vez llegados a Nagasaki, lugar del martirio –en donde se arrojaría una de las bombas atómicas en el año 1945-, les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio.
         Debe tenerse en cuenta los mártires estaban ateridos de frío, se habían desangrado por la herida de las orejas cortadas, sufrían dolores atroces por el hecho de estar colgados y atados con cadenas en pies y manos y sujetados con argollas de hierros en el cuello.
¿Qué es lo que no encaja en la historia? Lo que no cuadra  en la historia es lo que sigue: a pesar de la crueldad extrema de sus verdugos, a pesar del frío reinante, a pesar de las heridas de los mártires, a pesar de la agonía y de los dolores crecientes que la crucifixión suponía, los mártires no manifestaron en ningún momento tristeza, desesperación, angustia, pesar, dolor, rabia, quejas, como cabría esperarse, humanamente hablando, en una situación como esta. Por el contrario, lo que se destaca en ellos es una valentía sobrehumana, una alegría celestial, una esperanza, una paciencia y una confianza que no eran de este mundo, tal como lo relatan los testigos. “Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’ (…) El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría” (…) en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: ‘Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía’. Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre”. Finalmente, los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas[1].
¿Por qué se da este contraste en el mártir, entre el extremo sufrimiento por un lado, y la alegría por otro? Mejor dicho, ¿por qué el mártir, a pesar de los tormentos aplicados por los verdugos, no experimentan ni los dolores, ni las penas, ni las tristezas, ni las desesperaciones, ni las amarguras, que estas torturas sí provocan en los hombres? ¿Qué es lo que hace que los mártires, en vez de esto, manifiesten alegría y eleven los ojos al cielo y ansíen la muerte con calma y paz en el alma, desafiando toda lógica humana?
Lo que explica esta falta de lógica humana es la Presencia del Espíritu Santo en las almas, corazones, los sentidos y los cuerpos de los mártires, que los invade y los colma con su dulzura, sus contentos, sus alegrías y su Amor de una manera tan profunda e intensa, que puede decirse que experimentan, en medio de los tormentos, el cielo por anticipado. Es esta Presencia personal y acción del Espíritu en los mártires lo que no solo los sustrae de las horrendas torturas a las que los someten sus verdugos, sino que les concede la calma, la paz, la alegría, la dicha y la felicidad del cielo, estando aún en la tierra y es lo que explica que las palabras de los mártires sean palabras inspiradas por el mismo Espíritu Santo, tal como lo dice Jesús en el Evangelio: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que habréis de decir, porque en aquella hora os será dado lo que habréis de hablar; porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mt 10, 19-20).
De manera análoga, también habla el Espíritu Santo e inhabita en quien, en medio de las tribulaciones, las pruebas, los dolores, no solo no se abandona a sí mismo, sino que, como los mártires de Nagasaki, se aferra cada vez con más fuerza a la Cruz de Jesús y al manto de María Santísima.


[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/Pablo_Miki.htm

martes, 4 de febrero de 2014

Santa Águeda




En las persecuciones a los cristianos del año 250, el emperador Quinciano le ofreció a Santa Águeda la posibilidad de salvar su vida a cambio de hacer una ofrenda a los dioses paganos. La misma consistía simplemente en quemar unos pocos granos de incienso en los pebeteros que ardían delante de las imágenes de los ídolos paganos y en participar de las comidas que se hacían en su honor[1]. Si Santa Águeda hubiera cedido, habría salvado su vida terrena, porque el emperador no la habría ejecutado, pero habría perdido su vida eterna, porque con esto habría indicado que elegía al Príncipe de las tinieblas y no a Jesucristo. Todos sabemos, por las Actas del martirio, que Santa Águeda se negó a quemar incienso a los ídolos y a participar en sus banquetes, con lo cual perdió su vida terrena, porque fue ejecutada por el emperador, pero la ganó para la vida eterna, porque así manifestó que elegía como Rey a Jesucristo, salvando su alma al ser recibida por el Rey de la gloria.
Los mártires como Santa Águeda tienen muy presentes, a lo largo de la vida, pero sobre todo en la hora del martirio, las palabras de Cristo: “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la encontrará” (Mt 16, 21-27). En este sentido, los mártires iluminan nuestro paso por la vida porque quienes no sufrimos persecuciones cruentas, como Santa Águeda, sí en cambio debemos elegir, a cada paso, entre la muerte o la vida, entre el pecado o la gracia, entre los ídolos neo-paganos del mundo moderno, o Cristo. Al celebrar la memoria de Santa Águeda, le pedimos que interceda para que nuestra elección sea siempre perder la vida por Cristo para ganarla para la vida eterna.


[1] De modo análogo, equivaldría en nuestros días a encender una vela en alguno de los altares de los ídolos neopaganos llamados Gauchito Gil o San La Muerte y participar en sus procesiones y en sus bailes y posteriores beberajes.

domingo, 2 de febrero de 2014

San Blas, obispo y mártir




Según relata la Tradición, la noche antes de morir, Nuestro Señor Jesucristo se le apareció a San Blas, que se encontraba refugiado en las montañas a causa de la persecución a los cristianos, pidiéndole que le ofreciera el sacrificio. San Blas entendió que el Señor le pedía el martirio, por lo que celebró la Santa Misa y se dispuso a esperar a los soldados del emperador que lo viniesen a arrestar, lo cual sucedió. Cuando estos llegaron y le dicen que salga de la gruta, San Blas los recibe con el rostro sonriente y con estas cariñosas palabras, según constan en las Actas de su martirio: “Bienvenidos seáis, hijitos míos. Me traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. Y sea con nosotros mi Señor Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo”. Luego sucedió lo que todos sabemos, el milagro en el camino, el de la resurrección del hijo de una mujer, que había muerto a causa de una espina que se le había atravesado en la garganta y que vuelve a la vida luego de que San Blas le impusiera sus manos en la garganta y es el milagro que da origen a la fiesta que hoy celebramos.
         Pero más importante que ese milagro son las palabras de San Blas a sus captores, porque reflejan su disposición interior, espiritual, con la cual él como obispo y sacerdote celebraba la Santa Misa. Esta disposición es una disposición muy particular, y es la disposición misma del Salvador, es la disposición martirial. Jesús se le aparece tres veces por la noche antes del martirio físico, pidiéndole que celebre los “sagrados misterios”, es decir, la Santa Misa, como modo de prepararlo para la entrega final, definitiva y total de su vida en el martirio cruento que habría de suceder pocos días después.
La muerte martirial, por la cual él habría de derramar físicamente su sangre y entregar materialmente su vida, no tendría valor ni sentido si no estuviera precedida y fundamentada en la entrega sacrificial de su espíritu y en la inmolación de su ser en la cruz del altar, unido a Él, a Jesucristo, el Salvador, por medio de la Santa Misa, y es por esto que Jesús se le aparece por tres noches consecutivas, anteriores al martirio, para que se una espiritualmente a Él, al sacrificio de la Cruz, de modo tal que el sacrificio de su cuerpo, que sucederá días después, será solo la coronación del sacrificio del espíritu que ha sido ya inmolado en la Cruz al Rey de los mártires. Es esto lo que San Blas entiende y es esto lo que hace, y por eso es que San Blas dice a sus captores: “Mi Señor Jesucristo desea la hostia de mi cuerpo” y, lejos de oponerse a su captura o lejos de huir de una más que segura muerte, los recibe con cariño y afecto, porque sus verdugos son en realidad ejecutores del plan divino que para él, para San Blas, consiste en unirlo a la Cruz de Jesús y así conducirlo al cielo.
Es por esto que San Blas, además de ser para nosotros protector de todo mal de garganta –especialmente, del mal más terrible de todos, el mal del pecado, y por eso lo que debemos pedirle es que jamás salga, ni de nuestras gargantas ni de nuestros corazones, pecado alguno que ofenda la majestad y bondad divina-, nos enseña a participar en la Santa Misa con disposición martirial, de modo que en cada Santa Misa digamos, junto con San Blas: “Mi Señor Jesucristo desea la hostia de mi cuerpo y de mi espíritu”.