San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 25 de octubre de 2010

Los ángeles se alegran por los hombres en gracia


Ninguno conoce mejor el valor de la gracia, después de Dios, que los ángeles y los santos; los ángeles, porque poseen ya el pleno goce de la gracia; los santos, porque por la gracia, subieron tan alto en la vida eterna, y merecieron tanta gloria.

Los ángeles manifiestan su amor y estima para con la gracia desde el momento en que bajan del cielo a la tierra para ayudarnos a adquirirla y a conservarla, y nos damos cuenta del aprecio que le tienen por la alegría que experimentan cuando adquirimos la gracia, y es esto lo que dice Jesús: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lc 15, 7). Los ángeles se alegran por un justo, pero se alegran más por un pecador que recobra el bien perdido de la gracia.

Debe de ser grande y hermoso este bien, porque los ángeles se alegran por él, a pesar de estar inundados en el océano de amor y de alegría infinita que es Dios.

Cuando un hombre adquiere el bien de la gracia, los ángeles muestran una alegría que no muestran cuando el hombre adquiere otros bienes: hay no pocos hombres que adquieren inmensas riquezas, que escalan los puestos más distinguidos, que se ocupan los puestos más elevados, que gobiernan a las naciones más poderosas, que conquistan la gloria por medio de las victorias más brillantes, o por la ciencia o por el arte. Pero todo esto deja mudos a los habitantes del cielo, podemos decir que a los ángeles no se les mueve ni una pluma de sus alas. Lejos de felicitar a los que lo obtienen, o a sus amigos y parientes, como se hace cuando alguien ha alcanzado un gran éxito, los ángeles parecen no darse cuenta de esas glorias mundanas.

Sin embargo, si un mendigo, o un hombre sumido en el infortunio, adquiere la gracia, en el cielo se organiza, al instante, una gran fiesta, y los mismos ángeles corren a felicitar a tan feliz alma.

Al rico mercader, que está acostumbrado a manejar grandes sumas de dineros, y mercancías y objetos costosos y valiosísimos, no le interesan las pequeñas adquisiciones, y ni siquiera se digna mirarlas, y lo que a otros haría felices, para él no pasa de pérdida y cosa sin importancia. Sucede como con los niños y los adultos: para los niños, basta un espejito de color, o una ‘chuchería’ sin valor comercial, ni artístico, ni estético, para que ya estén alegres, y eso mismo, para los adultos, no pasa merece más que una sonrisa compasiva. Es así con los ángeles: lo que para los hombres es alegría –riquezas, poder, fama, honra, dinero, joyas, títulos, diplomas-, para los ángeles es igual a la nada, porque nada de eso se compara con la gracia.

Es por esto que debemos imitar a los ángeles, que son, sin dudarlo, más inteligentes y más ricos, y saben apreciar mejor lo bueno, que los hombres; dejemos que los niños de este mundo, los mundanos, pobres e insensatos, se regocijen y alegren en la adquisición de bienes terrenos y de inutilidades deslumbrantes, y no creamos haber realizado una ganancia importante y verdadera si es que no hemos conseguido o aumentado la gracia.

Sólo la alegría que proporciona la gracia tiene la fuerza, la pureza y la perfección necesarias para alejar toda tristeza de nuestro corazón. Por eso decimos con el profeta: “Exultaré de gozo en el Señor, y mi alma se regocijará en mi Dios; porque Él me ha revestido con la vestidura de la salvación y me ha cubierto con el manto de la justicia, como a esposo adornado con el brillo de su corona, y como a esposa ataviada con sus joyas (cfr. Is 56, 10), esto es, con la gracia de las virtudes y los dones

Los ángeles se alegran, y nosotros, siguiendo las indicaciones de nuestro Salvador, también debemos alegrarnos, puesto que nuestros nombres están “scritos en el cielo” (cfr. Lc 10, 20).

La alegría que experimentan los ángeles, cuando por la gracia somos introducidos en la amistad de Dios, se basa en tres motivos: el primero es Dios, el segundo los ángeles, el tercero los hombres.

Se alegran a causa de Dios, porque conocen su vivo deseo de que, saliendo de nuestra ceguera, nos reconciliemos con Él, de que volvamos a Él, para que Él nos introduzca en su seno. El propio Hijo de Dios se compara con un pastor que nos busca en el desierto como a ovejas perdidas, que sonriente nos lleva sobres sus espaldas al aprisco y que una vez allí reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: “Regocijaos conmigo, porque encontré a mi oveja descarriada” (Lc 15, 6). Es natural que los ángeles se apresuren a seguir el ejemplo de su Rey y queden inflamados en amor y exultantes de alegría por nosotros, de ahí que participen de su contento y lo feliciten.

Se regocijan también los ángeles por cuanto les compete a ellos, porque la gracia hace de nosotros sus hermanos y conciudadanos, y nos llama a ocupar en el cielo los lugares que quedaron vacíos por los ángeles apóstatas. Lejos de sentirse celosos de nosotros, o querernos mal por habernos hecho iguales –y superiores- a ellos por la gracia, siendo nosotros muy inferiores por naturaleza, su más ardiente deseo es el de compartir con nosotros su honor y felicidad. Ven con gusto que sea vengado y humillado el orgullo de sus hermanos caídos, lo que se produce cuando nosotros ocupamos, por la condescendencia divina, y a pesar de la bajeza de nuestra naturaleza, los puestos que ellos abandonaron. Por la gracia, adquirimos la gloria de los serafines, mientras que por su pérdida nos hacemos semejantes a los demonios y formamos parte de su caída.

Finalmente, se regocijan los ángeles a causa de nosotros, porque recibimos con la gracia la mayor fortuna que nos puede caer en suerte: somos regenerados como hijos y herederos del Gran Rey Jesucristo.

Cuando nace un príncipe heredero, reina una gran alegría en el palacio del rey, y por eso se organizan grandes fiestas. Aún así, los príncipes herederos no se dan cuenta de nada. Pero no es ésta nuestra condición: sabemos que en la corte celestial se celebran fiestas mucho más solemnes cuando en el sacramento de la penitencia somos nuevamente adoptados como hijos de Dios, o cuando, por las buenas obras, aumenta en nosotros la gracia.

No podemos permanecer indiferentes y fríos, estando rodeados de tanta alegría, siendo felicitados nosotros, que somos el objeto de la fiesta.

Dice San Bernardo: “Al convertirnos por la penitencia, hemos regocijado a los ángeles; procuremos que su alegría sea perfecta”[1].

Y aunque la Santísima Trinidad no aumenta ni un grado su alegría infinita, podemos decir, en cierta manera, que se alegra, porque es por la Santísima Trinidad que el cielo nos felicita cuando adquirimos, conservamos, o aumentamos la gracia, porque su deseo es que nos salvemos.

Entonces, teniendo en cuenta esto, apresurémonos no sólo a evitar el pecado, para no perder la gracia, sino a acrecentar día a día la gracia, por medio de las obras buenas, para así conservarla pura e intacta hasta el día de la muerte, cuando entraremos, en compañía de ángeles y santos, en el gozo eterno de la visión de Dios Uno y Trino para siempre.


[1] Serm. 2 in Vigil. Nativ. Dom., n. 6.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los Mártires Españoles del Siglo XX y el Rey de los mártires, Jesucristo


La muerte de los mártires españoles del siglo XX fue una muerte cruenta, en la que hubo derramamiento de sangre. Vista superficialmente, desde un punto de vista racionalista –el racionalismo es como una fuerza oscura que, atacando la inteligencia del espíritu, elimina todo misterio sobrenatural en Jesucristo y en su Evangelio-, se podría decir que la muerte de estos mártires es la muerte de unos idealistas, de quienes creyeron en una causa, la causa de un maestro hebreo de religión, y que por la firmeza de sus ideas, dieron sus vidas. Si así fuera, estos mártires serían para nosotros nada más que el ejemplo de quienes, por la firmeza de sus ideas, no dudaron en entregar sus vidas. De esta manera, los mártires serían personas buenas, que nos dan un ejemplo moralmente bueno, pero nada más.

Sin embargo, la muerte martirial de los mártires españoles, como la muerte de todo mártir, implica un misterio que va más allá de nuestra capacidad de comprensión, y que no se reduce a un mero ejemplo de moralidad, por el hecho de que la muerte martirial está asociada, de manera indisoluble, a la muerte de Jesucristo en la cruz. Es en la cruz de Cristo en donde toda muerte de martirio encuentra su fundamento, su sentido, su raíz y su razón de ser. La muerte del mártir humano, verificada en un momento determinado de la historia humana, es en realidad una actuación, una continuación y una prolongación de la muerte martirial de Cristo en la cruz. En otras palabras, en toda muerte de un mártir, es Cristo, el Hombre-Dios, el mismo que murió en Palestina en la cruz, derramando su sangre, quien continúa derramando su sangre, a lo largo del tiempo y del espacio, para la salvación de la humanidad.

Es decir, no se puede considerar la muerte de ningún mártir, si no considera antes la muerte martirial del Rey de los mártires, Jesucristo. La muerte del mártir es una continuación e imitación de la Pasión de Cristo[1], y la Pasión de Cristo es el acontecimiento más importante para la historia de la humanidad, porque no sólo salva al mundo de la condenación eterna, sino que dona a la humanidad el don de la filiación divina, y la conduce a la comunión con la Santísima Trinidad. Por la muerte martirial de Cristo en la cruz, cada uno de nosotros, no sólo somos salvados de condenarnos en el infierno para siempre, sino que recibimos el ser hijos de Dios, con la misma filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Hijo desde la eternidad.

La Pasión de Cristo, en donde Cristo derrama su Sangre para salvarnos, es un hecho de salvación; es un acontecimiento salvífico, por el cual nosotros somos liberados del dominio del demonio, del mundo y de la carne, y somos introducidos, por la gracia, en una íntima comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas. El derramamiento de sangre por parte de Cristo en su Pasión es un hecho que marca nuestras vidas, en un antes y un después: antes, vivía en las tinieblas, sometido al poder del demonio, del mundo y de la carne; después de la muerte de Cristo, su gracia salvífica, que viene a mi alma por medio de su sangre, me libera de estos enemigos, y me concede la gracia de participar de la vida misma de Dios, de su luz, de su paz, de su alegría.

La sangre de Cristo me convierte en una criatura nueva, renovada por la gracia; me convierte en un hijo de Dios, y por lo mismo, no puedo, si he recibido la sangre de Cristo, y con su sangre, su vida y su luz divina, continuar con la vida de las tinieblas, de la oscuridad y del pecado.

Si Cristo ha dado su sangre por mí, yo debo darle a Él todo mi ser, y eso lo debo hacer todos los días, todo el día, renunciando a lo que me aleja de Dios: debo renunciar al enojo, al rencor, a la impaciencia, al maltrato para con el prójimo; debo renunciar a los programas inmorales de televisión y de internet; debo luchar contra mi pereza y mi desgano, que me lleva a no rezar y a no asistir a misa los domingos.

Los mártires no derramaron su sangre para que nosotros acudamos a ellos como meros dadores de favores materiales –trabajo, salud, bienestar material y temporal-.

Los mártires derramaron su sangre para que nosotros, al acordarnos de ellos, nos acordáramos de Jesús, que fue el Primero en derramar su sangre por nosotros en la Pasión y en la cruz: los mártires derramaron su sangre para que nosotros dejáramos la senda del mal y de la oscuridad, y comenzáramos a transitar el camino de la luz, el camino de la cruz.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 464.

jueves, 14 de octubre de 2010

Santa Teresa y la oración


Santa Teresa, en sus “Moradas”, dice que Dios es como un brasero ardiente de Amor, y que cuando Él quiere, hace que una chispa de ese fuego salte y queme al alma, para encenderla con su amor. Bien podríamos decir entonces, que el corazón humano es como un carbón, negro y seco, que al contacto con ese carbón incandescente que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, se enciende en el fuego del Amor divino.

La comunión eucarística sería entonces para nosotros, la oportunidad para que nuestro corazón, negro y seco como un carbón, se encienda en el Amor divino, al entrar en contacto con la Llama de Amor viva que es el Corazón Eucarístico de Jesús.

Esto es así, y es lo que sucede en la realidad, y si no ardemos en el fuego del amor, es porque somos nosotros mismos quienes ponemos los obstáculos y los frenos a la gracia.

Si nos decidiéramos a quitar los obstáculos, entonces Dios se nos donaría sin reservas, y nos colmaría de gracias, de dones, de beneficios. Los obstáculos no sólo impiden que la Eucaristía obre en nuestras almas, sino que pueden convertir, a la comunión eucarística, en lo contrario de lo que es, nuestra salvación: pueden ser causa de nuestra condenación eterna: “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Cor 11, 27-29).

¿Cuáles son esas trabas que impiden no sólo que la Eucaristía haga su efecto, sino que se convierta, en vez de Pan de Vida, en pesadísima piedra de molino que, atada al cuello, precipite al alma en el infierno? Pueden ser muchas y variadas, y dependen de cada caso particular, pero hay una causa que es la más importante de todas, y es la falta de caridad para con el prójimo. Quien comulga, puede creer que hace un acto de oración perfecta, pero si se olvida de su prójimo, lo que hace es “comer y beber su propia condenación”.

Dice así Santa Teresa: “Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello”.

Además del amor al prójimo, importa muchísimo la humildad: “Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona, te alegres mucho más que si te loasen a ti. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de verse loar”[1].

En otras partes, dice así: “El amor de Dios no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras”; “Quien no amare al prójimo no os ama, Señor mío”.

Seamos caritativos para con nuestros prójimo, ya sea el más cercano, como aquél que es nuestro enemigo, y así, sólo así, algún día, en algún momento, Dios enviará, desde ese horno ardiente de Amor eterno que es su Sagrado Corazón Eucarístico, no sólo una chispa, sino una Llama Viva de Amor divino, que encenderá nuestros corazones, negros como el carbón, en un amor infinito y eterno.


[1] Cfr. Santa Teresa de Ávila, Las Moradas del castillo interior, 5, 3, 11.

lunes, 11 de octubre de 2010

Santa Hildegarda de Bingen y la Santa Misa


Con mucha frecuencia, limitamos la realidad a lo que vemos con los ojos del cuerpo, y a lo que podemos entender con la razón. No está mal analizar la realidad a partir de los datos sensibles, usando la razón, pero limitarse a los sentidos y a la razón es limitar y cercenar la realidad natural, que está penetrada por lo sobrenatural. Teniendo en cuenta esto, nos podemos preguntar: ¿qué sucede en la Santa Misa? Lo que vemos con los ojos del cuerpo, y lo que entendemos con la razón, ¿es toda la realidad? ¿O es que hay algo más que escapa a la percepción sensorial y racional? La doctrina de la Iglesia sostiene que la Santa Misa es un “misterio” sobrenatural, y que este misterio, que es sólo perceptible por la luz de la fe, consiste en la representación sacramental del sacrificio del Calvario, y en la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús. Lo que sostiene la Iglesia con su Magisterio, lo confirman los santos.

Dice Santa Hildegarda de Bingen[1], mística del siglo XIII: “Y después de esto vi que, mientras el Hijo de Dios pendía en la cruz (…) vi como un altar (…) Entonces, al acercarse al altar un sacerdote revestido con los ornamentos sagrados para celebrar los divinos misterios, vi que súbitamente una luz grande y clara que venía del cielo acompañada de la reverencia de los ángeles envolvió con su fulgor todo el altar, y permaneció allí hasta que el sacerdote se retiró del altar, después de la finalización del misterio. Pero también allí, una vez leído el Evangelio de la paz y depositada sobre el altar la ofrenda que debía ser consagrada, cuando el sacerdote hubo entonado la alabanza de Dios todopoderoso –que es el ‘Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos’– para comenzar así la celebración de los misterios, repentinamente un relámpago de fuego de inconmensurable claridad descendió del cielo abierto sobre la ofrenda misma, y la inundó toda con su luz, tal como el sol ilumina aquello que traspasa con sus rayos. Y mientras la iluminaba de este modo, la elevó invisiblemente hacia los [lugares] secretos del cielo y nuevamente la bajó poniéndola sobre el altar, como el hombre atrae el aire hacia su interior y luego lo arroja fuera de sí: así la ofrenda fue transformada en verdadera carne y verdadera sangre, aunque a la mirada humana apareciera como pan y como vino. Mientras yo veía estas cosas, repentinamente aparecieron, como en un espejo, las imágenes de la Natividad, la Pasión y la Sepultura y también de la Resurrección y la Ascensión de nuestro Salvador, el Unigénito de Dios, tal como habían acontecido cuando el mismo Hijo de Dios estaba en el mundo. Pero, mientras el sacerdote entonaba el cántico del Cordero Inocente –que es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo– y se presentaba para recibir la Santa Comunión, el relámpago de fuego antes mencionado se retiró hacia los cielos; y tan pronto como el cielo se cerró oí una voz que desde el cielo decía: ‘Comed y bebed el Cuerpo y la Sangre de Mi Hijo para borrar la desobediencia de Eva, hasta que seáis restaurados en la justa herencia’”.

No limitemos el campo de la realidad al estrecho límite de nuestros sentidos y de nuestra razón. No racionalicemos los misterios sobrenaturales de la Santa Misa.


[1] Hildegardis Scivias II, 6-1. Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela Carlevaris O.S.B.. In: Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis. Vol. 43-43a. Turnhout: Brepols, 1978

martes, 5 de octubre de 2010

Santa Faustina


Imaginemos que un indigente, necesitado de todo, se encuentra, en su camino y en su vagabundear, con un hacendado, con un dueño de extensiones inmensas de tierras, de yacimientos, de bosques, que ha decidido, en un arrebato de generosidad, donar la totalidad de su fortuna al primer menesteroso con el que se encuentre.

Imaginemos el encuentro providencial entre el magnate y el indigente, y que este último, en vez de apreciar el don que se le hace, y en vez de entablar siquiera una conversación con el magnate, se dedicase, delante del magnate, a hurgar entre sus miserables pertenencias, a hablar de incoherencias, y a actuar como si no se encontrara delante del magnate. Luego de un rato, viendo el multimillonario que el indigente no tiene el más mínimo deseo de entablar una conversación con él, y que no se muestra interesado en abandonar su estado de indigencia, porque está muy a gusto con sus míseras pertenencias, decide marcharse, en busca de algún otro mendigo que sí aprecie el don que quiere hacer.

Esta historia, ficticia e imaginaria, se da, en la realidad, entre Jesús Sacramentado y la gran mayoría de almas que comulgan, con la diferencia de que Jesucristo tiene para dar al alma dones infinitamente más grandes que posesiones de tierras, yacimientos de oro y de petróleo, o minas de cobre y de plata: Jesucristo, en la comunión, tiene el tesoro más grande que criatura alguna pueda imaginar, y es el don de su Ser divino, que se entrega todo, sin reservas, al alma que comulga.

Pero como el alma que comulga se encuentra, en la gran mayoría de los casos, como el indigente de la historia, entretenida en sus propios asuntos, y deleitada en sus propias míseras pertenencias, Jesús Sacramentado, cuando viene al alma, nada puede hacer, nada puede regalar, y debe marcharse entristecido por no poder dejar sus dones.

Es esto y no otra cosa, lo que Jesús le dice a Santa Faustina: “Deseo unirme a las almas humanas. Mi gran deleite es unirme con las almas. Has de saber, hija Mía, que cuando llego a un corazón humano en la Santa Comunión, tengo las manos llenas de toda clase de gracias y deseo dárselas al alma, pero las almas ni siquiera Me prestan atención, Me dejan solo y se ocupan de otras cosas. Oh, qué triste es para Mí que las almas no reconozcan al Amor. Me tratan como una cosa muerta”[1].

A juzgar por los bajísimos índices de concurrencia a Misa dominical por parte de la gran mayoría de los bautizados, incluidos aquellos que han recibido la Comunión por primera vez, la comunión sacramental no es, para un gran número de bautizados, nada más que un rito vacío, carente de significado y de sentido.

Para un gran número de bautizados, religiosos incluidos, la Eucaristía es una “cosa muerta”, como lo dice el mismo Jesús, y como tal, ningún efecto tiene en el alma.

“…cuando llego a un corazón humano en la Santa Comunión, tengo las manos llenas de toda clase de gracias y deseo dárselas al alma, pero las almas ni siquiera Me prestan atención, Me dejan solo y se ocupan de otras cosas”. Que la distracción en las vanidades del mundo no nos lleven a perder de vista que en la Eucaristía viene al alma Jesús Misericordioso en Persona, a donarnos el tesoro de su Corazón, su infinito Amor misericordioso.


[1] Cfr. Santa Faustina, Diario. La Divina Misericordia en mi alma, n. 1385

domingo, 3 de octubre de 2010

San Francisco y los estigmas


San Francisco es el primer santo en la Iglesia Católica en recibir los estigmas de Cristo. Según la historia franciscana, recibió los estigmas de Cristo luego de un período de ayuno en honor de San Miguel Arcángel, entre los días 15 de agosto (día de la Asunción) y el 29 de septiembre. A mitad de septiembre, luego de una visión en la que se le apareció Cristo crucificado, en forma de serafín –Cristo estaba crucificado y tenía alas-, recibió en su cuerpo los signos de la Pasión, las heridas de las manos, de los pies, y del costado traspasado, todos los cuales permanecieron visibles y sangrantes hasta el día de su muerte.

¿Cómo podemos apreciar los estigmas? ¿De qué manera dimensionarlos en su valor y en su sentido sobrenatural?

Imaginemos un esposo, o un padre de familia, o un amigo, ante quienes se les presenta una situación sumamente peligrosa, en la cual deben arriesgarse para salvar, el esposo, a su esposa, el padre, a su hijo, el amigo, a su amigo, de una muerte segura; imaginemos que, en el intento –victorioso-, los que se arriesgan, sufren heridas en sus cuerpos: cortes, lastimaduras, golpes, torceduras. Bien podría decirse que esos cortes, lastimaduras, golpes, torceduras, son la muestra visible del amor que tienen por sus seres amados, porque fue por amor que se decidieron a sufrir heridas y golpes, para rescatar de un peligro inminente a los seres que amaban. Con toda justicia, el esposo, el padre, el amigo en cuestión, bien podrían exhibir, con sano orgullo, sus heridas, a cuyo precio salvaron de un grave peligro a quienes amaban.

Teniendo esto en mente, consideremos ahora las llagas de Jesucristo, porque las llagas recibidas místicamente por San Francisco, son las llagas de Cristo, y para considerarlas, citemos al profeta Isaías, vidente de la Pasión, que nos dice, contemplando a Cristo camino del Calvario: “Por sus llagas hemos sido curados, sus cardenales nos han salvado” (cfr. 53, 3-5).

Jesucristo es el Esposo, el Padre, el Amigo, que da su vida en la cruz por la humanidad entera; Él sufre en la Pasión infinidad de heridas, de cortes, de golpes, de lastimaduras, de rasguños, de contusiones, de laceraciones, de trompadas, patadas, escupitajos, cachetazos, y así, todo cubierto de heridas, es presentado en la cruz al Padre, para que el Padre, viendo sus heridas sangrantes, tenga misericordia de nosotros, nos perdone, y nos done su Espíritu de Amor.

Las heridas de Jesucristo, todas y cada una de ellas, las múltiples heridas punzantes de la cabeza, producidas por las espinas de la corona de espinas; el hematoma de su ojo, hinchado y cerrado por un puñetazo; la herida cortante de su mejilla, producida por el cachetazo del sirviente del sumo sacerdote, que tenía un anillo en su mano cuando le dio el cachetazo en el interrogatorio ante el Sanhedrín; las heridas perforantes de las manos y de los pies, producidas por los clavos de hierro; su espalda lacerada y abierta en su piel por la flagelación; los hematomas, producto de los puñetazos, de las patadas, de los bastonazos; la herida lacerante y abierta del costado traspasado por la lanza; la herida abierta de su Corazón, por donde salió Sangre y Agua; todas, y cada una de las heridas de Jesucristo, son una muestra del amor de Jesús por todos y cada uno de nosotros, de modo tal que Jesucristo nos dice: “Mira mis heridas, contémplame todo cubierto de heridas y de sangre; contémplame cubierto de llagas sangrantes, desde la cabeza hasta los pies; contempla mis heridas abiertas, y enrojecidas por la sangre que mana de ellas; contempla mis golpes y mis hematomas, y dime: ¿qué más puedo hacer por tu amor? ¿Qué más puedo hacer para que te convenzas de que te amo, y de que debes entregarte a Mí sin reservas, sin condiciones, sin límites, como Yo me entregué por ti? ¿Qué otra cosa puedo hacer por ti, que no lo haya hecho ya, para que te decidas a dejar el mundo, a abrazar la cruz, a seguirme, camino del Calvario, a nuestro encuentro definitivo, el día de tu muerte, en el que te esperaré para introducirte en la eternidad? Mira mis llagas, por ellas fuiste curado, por ellas fuiste sanado, por ellas recibiste la vida eterna. No peques más, apártate del mundo y de la carne, y de las obras del espíritu del mal; decídete a vivir la vida de la gracia, el camino de la cruz, el camino de la luz, que te conduce al seno de Mi Padre”.